El 27 de
septiembre de 1821, el ánimo de los nuevos mexicanos
estaba impregnado de buenos augurios para la patria,
que pasaba a formar parte de las naciones libres e independientes.
Pocos vislumbraron entonces la complejidad de la empresa
iniciada: la primera prueba de ello fue la negativa
del rey a reconocer la independencia de la Nueva España.
No se perdieron las esperanzas
en la buena voluntad española y en tanto llegaba algún
miembro de la casa real para gobernar, funcionó la
Regencia. Al mismo tiempo, se formaba un congreso
constituyente para organizar la nueva vida del imperio.
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En este
primer Congreso, que inició sus labores en 1822, participaron
antiguos representantes de la Nueva España, hombres
que habían tenido la experiencia de Cádiz o que habían
participado en las diputaciones provinciales. Su tarea
fundamental consistió en reconocer en sí mismo la soberanía
de la nación para poder dar paso al otro gran problema
a solucionar, el de la división de poderes. Aquí se
expresó por vez primera la importancia del Legislativo,
pues en él recaían las funciones primordiales para dar
vida a la nación: decidir su organización política y
redactar sus leyes. Los Tratados de Córdoba facilitaron
algunos puntos. Pero un suceso le otorgaría una mayor
libertad en sus decisiones: la negativa de España a
aceptar la realidad de su antigua colonia. Ello cancelaba
la cláusula de los tratados relativa a depositar el
gobierno en un miembro de la casa real española y facilitaba
las aspiraciones de un grupo claramente definido, el
cual aprovechó el momento para presionar y llevar al
poder a Agustín de Iturbide.
En un principio,
Iturbide gobernó con el Congreso. Sin embargo, en las
sesiones legislativas se comenzaron a percibir con fuerza
las posturas de los grupos antagónicos, haciéndose eco
de las demandas de una monarquía constitucional, por
un lado, y de la república, por el otro. Los legisladores
fueron un verdadero poder que se opuso al Ejecutivo
y ventiló los ideales de quienes representaban a las
fuerzas más importantes del país.
Asimismo,
la voz de las provincias cobraba mayor auge. El descontento
se sumó a los problemas entre el Ejecutivo y el Legislativo,
entre el centro y las regiones. En respuesta, Iturbide
disolvió al congreso para ejercer por sí solo el gobierno
nacional; para guardar las formas designó una Junta
Nacional Instituyente, a fin de elaborar una constitución
de acuerdo a las inclinaciones del emperador. Paralelos
a estos trabajos, comenzaron a surgir una serie de levantamientos
en favor del Congreso y opuestos a las disposiciones
autoritarias de Iturbide.
Frente
a esta situación, el emperador argumentó que la Junta
se encargaría de elaborar únicamente la convocatoria
al nuevo congreso, y no la redacción de la constitución,
al tiempo en que abdicó para salvar la difícil situación
a la que se enfrentaba. La disolución de la Junta y
el restablecimiento del Congreso fueron inmediatos.
Este, por su parte, aprovechó para desconocer la autoridad
del Ejecutivo, anuló la elección del emperador, rechazó
la supuesta abdicación y confirmó su destitución.
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