Tema 1
Importancia del Parlamento en los Estados democráticos

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Delimitación del tema

Es común referirse al Parlamento como el órgano constitucional que ostenta la máxima representación popular y como el generador de las normas con rango de ley o como el controlador y fiscalizador de la acción del gobierno y ello, de suyo, es una realidad, pero no siempre fue así. En ocasiones olvidamos que para que el Parlamento pueda cumplir las anteriores y otras funciones, también relevantes, es necesario satisfacer otros supuestos. Tales presupuestos sólo los ofrece el Estado democrático.

El Parlamento no surge, tendremos ocasión de analizarlo, como una institución democrática sino que producto de la época estamental se convierte, más tarde, en órgano de las monarquías liberales, pero todavía no democráticas. No fue sino a partir del siglo XIX que el Parlamento se transforma en instrumento inexcusable para la identificación de la voluntad popular con la ley y, consecuentemente, se inicia el proceso de su democratización dentro de lo que podríamos llamar las democracias parlamentarias como formas de Estado.

Cuando nos referimos a las democracias parlamentarias como formas de Estado estamos recordando aquella definición que Kelsen ofreció en su muy conocido libro Esencia y valor de la democracia y que vale la pena recordar aquí porque de ella partiremos para analizar el actual sentido del Poder Legislativo mexicano.
          Kelsen sostenía en la obra ya aludida que:

El parlamentarismo significa formación de la voluntad decisiva del Estado mediante un órgano colegiado elegido por el pueblo en virtud de un derecho de sufragio general e igual, o sea democrático, obrando a base del principio de la mayoría.1

En este sentido queda claro que el parlamentarismo entendido como forma de Estado (y no como forma de gobierno) está íntimamente vinculado con las funciones que se atribuyen á un órgano esencial o principal de todo Estado, es decir, el Parlamento.2

De esta manera aun cuando en los sistemas presidenciales, como es el caso de México, se parta, en principio, de una separación rígida de poder, que implica que cada poder debe respetar la esfera de competencias de otro, los trabajos del Congreso someten -o deben someter- a una crítica constante la labor del Ejecutivo, no sólo cuando éste comparece obligadamente ante el Congreso, sino también cuando a iniciativa del Congreso es llamado a comparecer.

Es conveniente fijar dicha idea porque a continuación analizaremos, aunque sea brevemente, qué ha sucedido en el tiempo para que actualmente se le atribuya tal importancia a los parlamentos; pues como ha sostenido Giovanni Sartori, en su primera fase el Parlamento se encuentra situado en el exterior del Estado, pero a medida que crece su poder ocupa un lugar privilegiado.

Breves consideraciones histórico políticas en torno a la evolución de las asambleas representativas

EL PARLAMENTO surge, ya lo hemos mencionado, durante la Edad Media como una Asamblea eminentemente estamental y con la facultad principal, casi única, de autorizar los gastos de guerra del monarca o emperador a cambio de determinados privilegios en favor de la nobleza, los militares y el clero, esta situación ha experimentado a lo largo de los siglos diversas transformaciones de uno y otro lado del océano Atlántico. Mientras que en el continente europeo (en España las Cortes, en Francia los Estados Generales y en Alemania las Dietas) dichas asambleas fueron perdiendo fuerza ante el poder centralizado de los monarcas, quienes sólo de manera esporádica solían reunirlas; en Inglaterra, por el contrario, el parliament se fue imponiendo de manera paulatina a los monarcas por medio de una contienda perseverante que culminó con la histórica sublevación militar dirigida por Cromwell en 1642, que tendría como resultado final el enjuiciamiento y muerte, decretada por el Parlamento, del rey Carlos I en 1649. Tras la efímera república autoritaria que encabezara el mismo Oliverio Cromwell, que se diluyó con su muerte, se restablece, en 1660, la monarquía en Inglaterra; muy poco duraría aquélla, pues la ambición de Jacobo II por recuperar las prerrogativas regias provocarán la revolución más importante del siglo XVII la Glorietas Revolution (1688) que terminó con el destierro del monarca y la solicitud a la casa de Orange para que -previo reconocimiento de los bill of rigth, documento en el que se reconocían las conquistas del Parlamento- accedieran al trono inglés.

El centralismo del poder autoritario que viviría Francia durante el siglo XVII se quebrantaría con la convocatoria de Luis XVI a los Estados Generales en 1789, mismos que se constituirían en Asamblea Nacional; iniciándose así el periodo conocido como la Revolución francesa que culminaría con la ejecución del monarca y la proclamación de la República en cuyo seno tendría un lugar importantísimo el órgano legislativo, relevancia que se vio reflejada en el texto constitucional de 1793 que establece el llamado Gobierno de Asamblea.

Mientras los anteriores acontecimientos agotaban la vida política europea, en el continente americano y concretamente en Estados Unidos, las influencias de Locke y Montesquieu en torno a la teoría de colaboración de poderes serían bien recibidas y plasmadas en los diversos textos constitucionales de las trece colonias. Los primeros en hacer suyo el principio de dividir el Supremo Poder Federal para su mejor ejercicio en tres ramas (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) fueron los Estados de Virginia, Maryland y North Carolina, que inspiraron, más tarde, las constituciones de Pensilvania y Vermount. De igual manera dicho principio fue plasmado en las constituciones de New York en 1777 y de Massachusetts en 1780, para llegar así a su máxima consagración en la Constitución de los Estados Unidos de América el 17 de septiembre de 1787. La idea de dividir el poder de manera tripartita encuentra fundamento en concebir al orden político no como una ordenación monocéntrica, tal y como sucedía en la monarquía absoluta, sino pluricéntrica, resultado de relaciones de fuerza que generan un estado de equilibrio.

La Constitución norteamericana no sólo introdujo esta novedad, sino un nuevo régimen de gobierno, el presidencial, distinto al parlamentario que se venía ejerciendo en el continente europeo y en Inglaterra, denominado de esta manera por la notable importancia del Parlamento pero que, no por ello, olvida las relaciones con los restantes poderes Ejecutivo y Judicial. El Poder Ejecutivo, en los sistemas parlamentarios, se divide en dos, en virtud de que el monarca o el presidente poseen sólo funciones de representación; mientras que el gobierno, encabezado por un primer ministro o jefe de gobierno, dependen de la confianza del Parlamento, pues éste le otorga no sólo la investidura sino también su confianza.

Por el contrario, en el régimen presidencial, innovado por los padres de la Constitución norteamericana, las funciones de jefe del Estado y de gobierno se ejercen por una sola persona a la que se otorga el nombre de Presidente de la República, que es electo popularmente, en su origen, en forma indirecta y sus colaboradores no están sujetos a la confianza del órgano legislativo. Este tipo de régimen de gobierno servirá de modelo al resto del continente americano e influirá de manera decisiva en las constituciones de América Latina subsiguientes a las guerras de independencia una vez que las colonias de España y Portugal se constituyen en Estados libres y soberanos.

Durante el siglo XVIII la Revolución francesa y la promulgación de la Constitución de Estados Unidos fueron el parteaguas que transformó a las asambleas estamentales propias de las clases dominantes y en las que reinaba el mandato imperativo, en asambleas cada vez más representativas de todos los sectores de la sociedad. Así pues, con el advenimiento del Estado liberal el órgano legislativo abre sus puertas a sectores sociales cada vez más amplios, convirtiéndose, de esta manera, en asambleas eminentemente representativas.

El siglo XIX en Europa, representó una época de esplendor para el órgano legislativo, fue la época de oro del parlamentarismo. El enorme fortalecimiento del Parlamento como órgano central del la vida política europea tuvo como consecuencia que en varios países del continente los gobiernos no sólo fueran sumamente débiles sino, en algunos casos, efímeros; tal situación se presentó en la Tercera República francesa, regida por las leyes constitucionales de 1875, que produjeron una permanente inestabilidad del gobierno y una preeminencia de la Asamblea Nacional y del Senado, que incluso subsistió hasta la Cuarta República. Una situación similar se presentó en Italia bajo el Estatuto Albertino, de 1865, que se adoptó para toda Italia con motivo de su reunificación, mismo que estuvo en vigor hasta las primeras décadas del siglo XX.

Durante esta época las funciones legislativas fueron concentradas de una manera predominante en los parlamentos, por ellos se les calificó con el nombre de Poder Legislativo. Ello se debió al predominio de las teorías del filósofo ginebrino Juan Jacobo Rousseau, según las cuales, en el Parlamento se deposita la voluntad general que se expresa a través de la ley.

Este auge del parlamentarismo, sin embargo, experimentará un serio y preocupante decaimiento durante la primera posguerra, incluso en aquellos países en los que no se instauraron regímenes autoritarios, situación que se advierte con una mayor intensidad en la segunda posguerra no obstante la derrota del fascismo y del nacionalsocialismo. Tal situación trajo como consecuencia un vigoroso reforzamiento del Poder Ejecutivo que se vio acrecentado, de manera considerable, en la segunda posguerra en la cual se consolidó el llamado Estado social que fomenta el intervencionismo estatal en la economía, con el fin de lograr una mejor distribución de la riqueza y el mejoramiento de las clases más desprotegidas y en este contexto el Legislativo colabora con el Ejecutivo pero ya no posee el poder directivo que tuvo durante el siglo anterior.

Es bajo todas estas influencias, descritas de manera sintética, que México es receptor de las ideas del Estado liberal y con ello de todas sus instituciones y principios, entre muchos otros, los de separación de poderes y de representación política dentro de los cuales podemos contextualizar al Poder Legislativo. Estos dos aspectos los vincularemos a la noción que venimos analizando de democracia parlamentaria como forma de Estado.3

Actualidad del postulado de la separación de poderes en las democracias parlamentarias

EN SU ELABORACIÓN original por Locke y Montesquieu, en sus famosos libros el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil y Del espíritu de las leyes, respectivamente, y de su primera consagración dogmática en el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789, tal división pretendía que los poderes públicos se controlaran unos a otros, garantizando de esa manera la libertad de los ciudadanos. Montesquieu lo sintetizó, de manera magistral, en el siguiente texto:

Es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra limites (...) Por tanto para que no se pueda abusar del poder, es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder.

Este principio de la división de poderes,4 tempranamente corregido por el de separación de funciones, resta decirlo, cobró inmediatamente un carácter universal. Muestra de la anterior afirmación es su incorporación a los primeros textos constitucionales de los siglos XVIII y XIX los cuales establecieron tres poderes o el ejercicio de tres funciones perfectamente delimitadas, a saber: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Lo anterior ocurrió, por ejemplo, en los Bill of Rigth del Pueblo de Virginia y en las constituciones de Maryland y North Carolina, donde dicho principio es acogido por primera vez, también inspira la constituciones de Pensilvania y Vermount; llegando a convertirse en la más célebre la consagrada en la Constitución de Massachusetts de 1780, que señalaba:

En el gobierno de este Estado (Commonwealth) el órgano (departament) legislativo no ejercitará nunca los poderes ejecutivo y judicial, o cualquiera de ellos; el judicial no ejercitará nunca los poderes legislativo y ejecutivo o, cualquiera de ellos; y al fin se conseguirá así el gobierno de la ley no de los hombres.

Esta idea primaria de división de poderes experimentará, en Estados Unidos, una transición a un sistema que encuentra en este principio su más sólido antecedente pero que se consolidará como todo un sistema de checks and balance, esto es, de pesos y contrapesos cuya finalidad es equilibrar el ejercicio del poder. Esta transición de un sistema a otro se verá con mayor claridad en la Constitución Federal de los Estados Unidos de América, de 17 de septiembre de 1787, en la cual penetrará de manera muy decidida la idea de balance of power.

Los federalistas, o los padres de la Constitución norteamericana, después de reconocer la fuerte influencia que en su pensamiento y en sus debates tuvo la teoría de Montesquieu (basta echar un vistazo a los comentarios de El Federalista)5 establecen en dicha Constitución por una parte los checks, podríamos denominarles los pesos, es decir, las funciones atribuidas a cada uno de los poderes. Así, la Constitución señala:

Artículo I, sección 1 a.: Todos los poderes legislativos atribuidos aquí serán conferidos a un Congreso de los Estados Unidos, formado por un Senado y una Cámara de Representantes.
Artículo II, sección la. El Poder Ejecutivo estará en manos de un Presidente de los Estados Unidos de América.
Artículo III, sección la. El Poder Judicial de los Estados Unidos corresponderá a una Suprema Corte y a los tribunales inferiores que el Congreso pueda ordenar y establecer de tanto en tanto.

Por otro lado se establecen los balance, es decir, las excepciones que tienen como finalidad garantizar un verdadero equilibrio y contrapeso de poderes. Por citar sólo algunos nos referimos a las injerencias que tiene el Poder Ejecutivo en el ámbito del Judicial cuando se trata de nombrar a los jueces de la Suprema Corte (artículo 2, sección II); o la intervención decisiva del vicepresidente de la Federación a quien se le atribuye la presidencia del Senado, etcétera.

Este principio como el de representación fueron tempranamente reconocidos por nuestras primeras constituciones del siglo XIX y perfectamente incorporados a través de la figura del Congreso General en la Constitución de 1824, por las Siete Leyes Constitucionales de 1836, de entre las cuales la tercera estaba dedicada al Congreso, por las Bases Orgánicas de la República Mexicana de 1843, hasta llegar así a la Constitución de 1857 que, a diferencia de las anteriores, establecería un Congreso unicameral. El amplio proceso de reformas que experimentaría esta Constitución darían como resultado una nueva Ley Fundamental, la de 1917, vigente hasta nuestros días, que establece un Congreso General integrado por dos cámaras.

Muy vinculados a las reflexiones sobre el principio de división de poderes se encuentran los aspectos relativos a la representación. De la definición de Kelsen podemos retomar el tema, pues la propia definición señala que la voluntad decisiva del Estado se obtiene mediante un órgano colegiado elegido por el pueblo a través del sufragio universal.

Importancia del principio de representación y las relaciones entre mayorías y oposición

DESDE luego que el órgano colegiado a que Kelsen se refiere, en la cita anterior, es el Parlamento, una nota distintiva de este órgano es que actúa con fundamento en el principio de representación.

En su concepción etimológica representar significa: sustituir a uno o hacer sus veces. Quizá la mejor definición de representación por lo concreto y fácil de su enunciado es la que elaboró Rousseau cuando sostuvo que: la representación es la forma de resolver los problemas de muchos por unos cuantos.

Queda claro después de traer a cita al ginebrino Rousseau, que en la representación encontramos el origen, desarrollo y finalidad de todas la funciones que debe cumplir un Parlamento en un sistema democrático. De ahí que cuando genuinamente los parlamentos cumplen con las funciones que le son encomendadas, se conviertan en verdaderas cajas de resonancia, es decir, en los lugares indicados en donde se debaten y discuten los problemas que aquejas al conjunto de la sociedad. Esta función de representación va precedida de un acto de elección, mediante el cual los electores eligen a quien deberá cumplir con ese mandato representativo, en un sistema democrático se hará a través del sufragio, universal, libre, directo y secreto.

En el acto de elección aparecen otros agentes políticos de relevante trascendencia como son las agrupaciones políticas, muy especialmente los partidos políticos en torno a los cuales un conjunto de individuos reunidos o congregados por su afinidad en relación con ideas y principios que desde su forma de concebir a la política ofrecen satisfacer determinados ideales y principios de interés para toda la comunidad. De esta manera los partidos políticos desempeñan una importante función de facilitar el cumplimiento del mandato representativo. Por esta y otras razones, una de las funciones de los parlamentos contemporáneos es ser el altavoz de las demandas expresadas por todos y cada uno de los partidos representados en su seno.

Esta función representativa también es conocida como de integración pública de intereses, términos que expresan que las decisiones son tomadas mediante la confluencia del conjunto de los intereses involucrados en un proyecto o, al menos, de los más importantes. Dicha función es la que da al Parlamento su sentido más profundo, por ser éste el único órgano capaz de integrar a todas las fuerzas que aceptan las reglas del juego de la libertad y de las mayorías, donde los enfrentamientos se resuelven no con el exterminio del adversario sino a través de la regla de las mayorías.

Como puede inferirse, por lo expuesto hasta aquí, el futuro de los sistemas democráticos, que es en gran medida el futuro del Parlamento, está íntimamente vinculado al de la representación, porque la representación implica, en la mayor parte de los casos, pluralidad de opiniones, de ahí que la estructura interna de todos los parlamentos deba reflejar la diversidad de corrientes políticas, mismas que podrán integrarse sobre la base de los grupos políticos, cada uno de los cuales deberá estar representado proporcionalmente en los órganos de trabajo y decisión del Parlamento. Como ya empieza a decantarse en relación con esta materia subyace un tema que cada vez toma una mayor importancia en nuestro entorno político por las enormes repercusiones que a nivel nacional pueden llegar a tener las decisiones pactadas, discutidas o concertadas entre mayorías y minorías, o si se prefiere entre la mayoría y la oposición.

Ni duda cabe que el papel que le corresponde jugar a una y a otra, es decir, a la mayoría y a la oposición en los parlamentos actuales es radicalmente diferente, pero no por ello opuesto. Según se predica de las mayorías, su primer deber es facilitar la tarea de gobierno. Mientras que a la oposición le corresponde un papel más activo de control y crítica de la acción gubernamental.6

Incluso hay autores -como Manuel Aragón- que sostienen que a las minorías se les debe garantizar el derecho de crítica, incluso destructiva, por cuanto entienden que en un sistema democrático el triunfo de una mayoría determinada no trae como consecuencia inexorable la aniquilación de las minorías, sino que éstas están llamadas a jugar un papel determinante dentro del sistema de gobierno. Hay autores como Pedro de Vega que han llegado a expresar que "ahí donde hay oposición hay democracia".7

Más recientemente se empieza a consolidar una doctrina, con hondas raíces alemanas, que coincide en atribuir a las minorías "verdaderos derechos", por el simple hecho de ser tales. Esto es, a las minorías se les debe garantizar su acceso, por ejemplo, a la información, a formar parte de determinados órganos internos y de trabajo de las cámaras, etcétera. La crítica más sólida que se le suele hacer a esta doctrina es la que sostiene que los derechos fundamentales se predican sólo de las personas en lo individual y no de los grupos en general. En realidad, a mi juicio, no es una crítica que incida en lo fundamental, es decir, el dejar de reconocerle a las minorías determinados cotos impenetrables por la mayoría, en todo caso dicha crítica estaría salvada si en lugar de hablar de derechos, los denomináramos competencias.

Para concluir con este subtema, debe quedar claro que cuando nos referimos a oposición o a minorías, no nos estamos refiriendo a las minorías u oposición que se encuentra fuera del sistema sino, por el contrario, a las minorías u oposición institucionalizada, es decir, aquella que está inserta en las reglas del juego democrático y que por tanto considera o está convencida de que posee un mejor programa de gobierno y que por consiguiente puede llegar a serlo.8

Críticas y defensa del parlamentarismo como forma de Estado. Sus postulados esenciales

DENTRO de toda esta temática de la división de poderes y de la perversión de principio de representación, y de la dialéctica entre mayorías y minorías se inserta en alguna medida la decadencia o debilitamiento de los poderes del Parlamento en el contexto de los Estados democráticos. Para iniciar este análisis, me parece conveniente hacer uso de algunas de las críticas que sobre el tema se han hecho para ir ofreciendo, al hilo de las mismas, algunas posibles soluciones que den pie al análisis de la situación en nuestro sistema político.

Sin duda las críticas más directas y sólidas que sobre el parlamentarismo se han hecho son las elaboradas por Carl Schmitt mismas que pueden descomponerse en dos estratos: la crítica al parlamentarismo como forma de gobierno y la crítica al parlamentarismo como forma de Estado. Las primeras las dejaremos fuera de este trabajo porque no son relevantes al tema que estamos tratando; lo único que diremos es que las críticas de Schmitt en este sentido se basan fundamentalmente en la idea de que el régimen parlamentario no debe existir porque genera gobiernos inestables. En realidad nos importan las críticas que endereza sobre el parlamentarismo como forma de Estado, por que las mismas entrañan no sólo a los sistemas parlamentarios sino también a los presidenciales, como es el caso de México.

-La primera critica que Schmitt ofrece sobre el parlamentarismo como forma de Estado parte de la idea de entender que la democracia no se basa en la libertad sino en la hegemonía, de ahí que, a su juicio, la democracia representativa sólo sea posible cuando la nación también es homogénea, es decir, cuando tiene un solo interés, situación que sucedió cuando se identificó el término nación con burguesía en el siglo XIX; pero no cuando la nación es heterogénea, pues una nación así es incompatible con la democracia parlamentaria puesto que el enfrentamiento de intereses conducirá siempre al dominio político de una clase sobre otra. El Parlamento no servirá para representar a todos sino para que se imponga, a través suyo, la clase dominante. La democracia en consecuencia no es compatible con la pluralidad sino con la homogeneidad.

-Otro aspecto de la critica a la democracia parlamentaria se expresa a través del rechazo al Parlamento-legislador. La ley, dirá Schmitt, era la norma general porque era la expresión de una voluntad general y porque su emanación era el producto de una discusión general. Producto de la discusión de unos parlamentarios que representaban intereses homogéneos, la ley aparecía en el Parlamento del siglo XIX como la manifestación de la razón, que se abría paso a través de un proceso de libre debate. Esta situación es consustancial a la democracia parlamentaria, pero ocurre que en el Parlamento de nuestros días es imposible la discusión, es decir, la capacidad de mutuo convencimiento, porque ahí están representados intereses contrapuestos y, en consecuencia, la ley será sólo la imposición de unos intereses sobre otros o, en el mejor de los casos, la transacción entre intereses, pero nunca el producto racional de una discusión. Más aún, sostendrá el autor alemán, ya no hay discusión pública parlamentaria, pues las decisiones y los compromisos se adoptan fuera del Parlamento, convirtiéndose éste en un instrumento de mera votación y ratificación de algo ya configurado y decidido al margen de las cámaras. Hoy ya no existe el verdadero Parlamento legislador y en consecuencia ya no existe la democracia parlamentaria que se sustenta, precisamente, en esta categoría.

-El último plano de la crítica de Schmitt se vertebra en relación con la democracia procedimental y afirmará, si la ley es lo que quiere el legislador, es decir, lo que quiere la mayoría, entonces la democracia es sólo el dominio total de la mayoría parlamentaria, que en cualquier momento podrá decidir qué es lo legal y lo ilegal. Schmitt concluirá señalando que lo que encubre la democracia parlamentaria es la dictadura de las mayorías, que no deja de ser dictadura por el hecho de que cada determinado tiempo haya elecciones. Éstas son, a grandes rasgos, las criticas razonadas de Schmitt en relación con la democracia parlamentaria como forma de Estado.

La respuesta a tales apreciaciones vendrán por parte de Kelsen, y al momento de abordarlas estaremos llegando nuevamente al punto inicial con el que empezábamos este trabajo. Lo primero que hay que señalar es que Kelsen parte de la genuina idea de sostener que el parlamentarismo debe entenderse como forma de Estado; ya que la democracia directa no es factible en el Estado moderno sostendrá que, en nuestro tiempo, no hay más democracia posible que la democracia parlamentaria, entendida como: "Formación de la voluntad decisiva del Estado mediante un órgano colegiado..." Es decir, lo característico es que la voluntad decisiva del Estado, esto es, la ley, sea adoptada en el Parlamento democrático. No hay para Kelsen, más que dos formas de Estado, porque no hay más que dos formas de emanación del derecho: autocracia y democracia. En la primera la ley emana de arriba hacia abajo, y en la segunda de abajo hacia arriba, a través de un Parlamento formado por representantes del pueblo democráticamente elegidos. Parlamento que funciona a su vez a través del principio democrático de la mayoría.9

La división de la sociedad en clases no impide, ni es obstáculo para que el Parlamento represente a esa sociedad plural o más exactamente para que ésta designe libremente a sus representantes. Ni es óbice para que la ley sea el producto de la deliberación, del acuerdo y del compromiso. No hay ninguna razón teórica ni ninguna exigencia práctica para que en la democracia se sustituya la representación política por la de intereses.

Por último y en relación con la crítica que intenta presentar a la democracia parlamentaria como dictadura de mayorías, Kelsen sostiene que en un sistema democrático, la victoria de la mayoría no produce la aniquilación de la minoría, sino un sistema en el que la minoría tiene derechos y en el que la igualdad de "chance" presta dinámica y legitimidad al ejercicio del poder.

A pesar de todas la críticas añejas y nuevas que se hagan a las democracias parlamentarias como formas de Estado por sus eternas transformaciones, aquéllas no afectan a los principios nucleares de la democracia representativa como sistema, pero sí a determinados e importantes elementos como son los partidos políticos, a los que se les ha atribuido un papel decisivo como actores (no exclusivos) de la vida política, y especialmente de la actividad parlamentaria, cada vez es más necesaria una exigencia para que los mismos posean una estructura interna y un funcionamiento más democrático.10

Finalmente hay que señalar que el antiparlamentarismo parece que empieza a desaparecer, pero el éxito del parlamentarismo en el futuro, hoy podríamos decir que de cara al nuevo milenio, dependerá de su capacidad de autolegitimación, de la tolerancia política y especialmente de su ejercicio en la vida parlamentaria, de revitalizar el principio de representación, de mejorar técnicamente la legislación y de reforzar la función parlamentaria de control. Todo ello, desde luego, con la finalidad de que el Parlamento no decrezca a los ojos de los ciudadanos, sino que se refuerce y sea decisiva su participación en el mismo.

Pero sobre todo hay que hacer especial hincapié en que el buen funcionamiento de todas las instituciones en una democracia, y entre ellas desde luego del Parlamento, presupone la existencia de una sociedad plural, no dividida por la desigualdad.


1 Hans Kelsen, Esencia y valor de la democracia, Colofón, México, 1992, p. 50.

2 Para comprender de una manera más clara esta concepción del parlamentarismo como forma de Estado, vid. Carl Schmitt, Teoría de la Constitución, Alianza Universidad Textos, Madrid, 1992, p. 294. También Manuel Aragón Reyes, estudio preliminar a la obra de Carl Schmitt. Sobre el parlamentarismo. Tecnos. Madrid. 1990.

3 Sobre el origen y evolución del Parlamento puede verse Francesco Felicetti, Evoluzione storica del parlamento inglese, Pellegrini, Italia, 1983.

4 Vid. Juan José Solozábal, "sobre el principio de separación de poderes", en Revista de Estudios Políticos, nueva época, núm. 24, Madrid, noviembre-diciembre de 1981.

5 Sobre el tema puede verse Edward S. Corwin, La Constitución de los Estados Unidos y su significado actual Fraterna, Buenos Aires, 1987, pp. 199 y 267.

6 Antonio Embrid Irujo, "El control parlamentario del gobierno y el principio de mayoría parlamentaria. Algunas reflexiones", en Revista de las Cortes Generales, núm. 25, Madrid, 1992, p. 9.

7 Pedro de Vega, "Oposición política", en Enciclopedia Jurídica Básica, Civitas, Madrid, 1995, p. 4617. Del mismo autor, Estudios político-constitucionales, UNAM México, 1987, pp. 9 y ss.

8 Sobre el particular puede verse, Ángel J. Sánchez Navarro, Las minorías en la estructura parlamentaria, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995, p. 4.

9 Vid. Manuel Aragón Reyes, "Democracia, parlamento y representación", en Revista Derecho del Estado, núm. 2, Universidad Extemado de Colombia, Bogotá, julio de 1997, pp. 10 a 16.

10 Para el estudio más detenido de los temas aquí abordados, puede recurrirse ala siguiente bibliografia. Manuel Aragón Reyes, estudio preliminar a la obra de Carl Schmitt Sobre el parlamentarismo... op. cit., y Estudios de derecho constitucional, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998.