Prólogo

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CECILIA Mora-Donatto, la autora de esta obra, mi alumna de hace algunos años, es hoy competente investigadora y catedrática distinguida. Fruto de ambas competencias es la colección de estudios que reúne en esta publicación de la Universidad Anáhuac y Miguel Ángel Porrúa. Estoy seguro de que servirá -como lo quiere su autora- al creciente número de estudiosos de los asuntos parlamentarios, una materia que años atrás interesaba a muy pocos y hoy atrae la atención de muchos, como natural efecto de la importancia que tiene el nuevo Parlamento mexicano, al que muchos vientos han traído novedades, peligros, oportunidades y esperanzas.

La doctora Mora-Donatto se halla en las filas de la joven generación de investigadores mexicanos formados a la luz y al calor -ambas cosas- de nuestro Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, semillero de juristas que han llegado a ser, en muchos casos, políticos, magistrados, administradores, diplomáticos, gobernantes; pero siempre son, por encima o a un lado de las contingencias que la vida les depara, cultivadores, aplicadores y renovadores de las diversas disciplinas jurídicas que se cultivan en el Instituto. Entre ellas ha destacado -y destaca en estos días- la especialidad constitucional y política, a la que corresponden las tareas de Cecilia Mora-Donatto.

Conocí a la autora años atrás, como dije, cuando asistió a mi curso de Derecho procesal en la Facultad de Derecho. De aquí provino una buena relación amistosa, que me permitió seguir el desarrollo de su carrera ascendente. En ésta tuvo un espacio relevante su curso de posgrado en España, bajo la sabia conducción del profesor Manuel Aragón, que la condujo en su excelente tesis doctoral, dedicada al examen de las comisiones investigadoras del Parlamento. Este trabajo, ampliado y desarrollado en diversos puntos, se convertiría en el primer libro de la autora -auspiciado por la Cámara de Diputados-, que tuve el privilegio de presentar en el Salón Verde de esta Cámara, conjuntamente con otros expositores que elogiaron, merecidamente, la investigación de la joven tratadista mexicana.

Es natural, hoy más que antes, que muchos juristas de las generaciones emergentes hayan cifrado su interés en los temas políticos. Hay un buen caldo de cultivo, una buena atmósfera que lo propicia: eso que llamamos, con la boca llena, el "cambio", es decir, una aceleración en el desenvolvimiento de las instituciones tradicionales y en la aparición de las novedosas. Obviamente, ese proceso data de muchos años. Se habla de "transición", como si ésta fuera cosa del último lustro, o acaso de los meses, los días y las horas más recientes; como si fuera, puesto en otros términos, una criatura súbita, que hubiese germinado de una vez y solamente en nuestras manos.

En realidad, la transición es, como lo exige su naturaleza, un largo afán de progreso, un camino extenso, un tránsito que viene de orígenes distantes y se dirige hacia destinos alejados, por más que sean o puedan ser imaginables. Es, en suma, expresión de la vida, que es transición ella misma. Lo que sucede -y en esto reside el renovado sabor de la palabra, su magia y su encanto- es que esa caminata, que era pausada, se ha vuelto diligente y hasta vertiginosa. En poco tiempo ha ocurrido más que en mucho, aun cuando en éste se incubara el producto que en aquél sobrevendría. Eso ha pasado en el mundo, pero sobre todo en México, que avanza a grandes zancadas, incierto todavía, pero colmado de expectativas.

Todo esto es provocador para el talento, la imaginación y el oficio de una joven investigadora, como Mora-Donatto y sus compañeras y compañeros de generación, que han concentrado sus tareas en el proceso que actualmente se observa en diversos ámbitos de la actividad política y en sus expresiones institucionales, es decir, a todo lo largo y ancho del fenómeno del poder en México. Están cambiando las instituciones, al impulso de la vida, y ésta a su vez se transforma empujada por aquéllas. En este ciclo fecundo hay novedades cada día -o casi-, que solicitan la atención de los investigadores, demandan explicaciones y generan sugerencias. La Constitución se moviliza -valga la expresión- y ensaya nuevas posibilidades, o bien, reanima ciertos espacios que parecieron -y acaso estuvieron- baldíos, adormecidos, infecundos.

Obviamente, México surgió a la independencia con las instituciones republicanas, en amplio sentido, características de aquella hora. Hubo, pues, un Poder Ejecutivo, uno Legislativo y uno Judicial, sólo que a la hora de la verdad, que es cada hora del día, aquél avanzó de prisa, desmesurado, y los otros, sus cautivos, se rezagaron. No diré que así ocurriera siempre -es bien sabida la pugna entre un Presidente fuerte, Benito Juárez, y un Congreso hosco-, pero sí que eso aconteció las más de las veces y selló la historia de esas instituciones y de la relación que media entre ellas.

De ahí que permanecieran en la sombra, y también en entredicho, con salvedades contadas, los tribunales de justicia y los parlamentos de la inquieta y violenta república, siempre capturada por el Ejecutivo enérgico, providente y combativo. Si esto sucedió en el caso de nuestra Federación, ciertamente sui generis, pero no por ello menos Federación que otras, con mayor razón aconteció en el supuesto de los Estados de la Unión, que reprodujeron a escala y con acentos muy intensos lo que sucedía en el plano federal: allá los congresos tuvieron una existencia y una función todavía más precarias.

En las últimas décadas, aún ilustradas y movidas por el impulso de la Revolución mexicana, nuestro país, nuestro pueblo y nuestra república -tres experiencias, tres productos- experimentaron grandes transformaciones. Este es un cimiento, o si se prefiere, un lugar común, del que debemos partir para explicar el haz de novedades que tenemos a la vista. La pluralidad de una sociedad copiosa, más informada, más inquieta, más crítica, más demandante, ha sido el agente que acotó las viejas horas del Ejecutivo y precipitó las nuevas horas del Legislativo y el Judicial en México. Este libro se refiere a aquél, pero no menos importante comienza a ser el papel que el Judicial se dispone a jugar, y juega ya, en los nuevos tiempos de la nación.

En el pórtico de su obra, Cecilia Mora-Donatto recoge esta circunstancia y previene sobre las reflexiones que luego propondrá: "la situación política y jurídica de nuestra asamblea representativa es, por decir lo menos, novedosa". Cierto, porque también es tal la situación de nuestra sociedad, que incuba a la asamblea, y luego se deja mover por ella. Inmediatamente liga la autora esa advertencia con una convicción: "la importancia que en un Estado democrático reviste la figura del parlamento". Este posee antecedentes más o menos distantes -que en el libro de Mora se examinan-, pero su perfil se define y su fortaleza se afianza sólo en años recientes, a horcajadas entre los siglos XIX y XX Es entonces, al calor de una democracia más o menos madura, que avanza -aunque también tropiece, retroceda y entre en quiebra con frecuencia-, cuando el Parlamento se instala finalmente entre las instituciones republicanas.

El parlamentarismo enérgico y fuerte tiene, pues, compromiso con la democracia, como ésta lo tiene con el sufragio: rostros de una sola medalla. Cuando "genuinamente los parlamentos cumplen con las funciones que le son encomendadas, se convierten en verdaderas cajas de resonancia, es decir, en los lugares indicados en donde se debaten y discuten los problemas que aquejan al conjunto de la sociedad". He ahí el resultado del acto de elección a través del sufragio universal, libre, directo y secreto. Y la profesora Mora-Donatto sostiene con entusiasmo, al culminar esta línea de pensamiento, que "el futuro de los sistemas democráticos (...) es en gran medida el futuro del parlamento".

Lugar tan central, tan crucial, exige del Parlamento una condición, que es al mismo tiempo calidad: acreditar su eficacia y su legitimidad. Esta es, por cierto, una clave para la subsistencia de la democracia, que entra en decadencia y convoca los tambores del autoritarismo cada vez que decepciona al pueblo, yerra el camino, dilapida sus enormes energías. No se trata de un tema menor para los parlamentos de estos días -entre ellos el mexicano- que estrenan poderes y deben estrenar al mismo tiempo prestigio y responsabilidades; si éstos naufragan, también lo harán aquéllos. Es verdad, por lo tanto, como asegura la autora, que "el éxito del parlamentarismo en el futuro (...) dependerá de su capacidad de autolegitimación de la tolerancia política y especialmente de su ejercicio en la vida parlamentaria", que se despliega en la representación, la legislación y el control.

En varios estudios recogidos en esta obra se examinan la estructura y los procedimientos del Poder Legislativo mexicano, que últimamente han renovado su legislación interna, además de poner al día -para preparar, por supuesto, otros días, que ya acuden- sus prácticas y sus experiencias. Además de analizar minuciosamente la composición orgánica del Parlamento mexicano, un tema escasamente abordado por los tratadistas de nuestro Derecho público, a cambio de los muy examinados que son, en este mismo orden, el Ejecutivo y el Judicial, Cecilia Mora-Donatto estudia las facultades y los procedimientos del Legislativo, y entre éstos la función de control, a la que ha dedicado amplio estudio y provechosas reflexiones.

El signo de los cambios que aquí se están operando se concentra en algunos párrafos de la investigadora. En nuestro país -recuerda- muchas facultades del Legislativo, un poder moderado, "han sido tímidamente ejercidas por el Congreso de la Unión". A esto han contribuido algunos rasgos dominantes en una larga etapa de nuestra vida política, que, por lo demás, ha concluido: el partido hegemónico o "casi único" -pero no "único", sin embargo, como ella dice-, las facultades constitucionales y metaconstitucionales del Presidente -las segundas fueron, en realidad, medios útiles para ejercer con plenitud y eficacia las primeras, siempre "a la mexicana"-, la escasa e inadecuada legislación sobre el Parlamento, etcétera. "Afortunadamente -celebra la autora- la situación antes descrita comienza a revertirse"; a ello contribuye "el vertiginoso ascenso de los partidos de oposición al recinto de San Lázaro".

Ya mencioné que uno de los temas que más cautivan la meditación de la investigadora es la función de control que ejerce el Legislativo. Ahora bien, aquí se afilia al punto de vista de Rubio Llorente, el ilustre profesor español, cuando asegura que ese "control parlamentario se ejerce a través de todas las actividades que desarrolla el Parlamento"; en otros términos, no existe un específico procedimiento de control, o unos procedimientos de este carácter, "porque el control es simplemente una perspectiva desde la que puede analizarse toda la actuación parlamentaria o es una función que todo auténtico Parlamento debe desempeñar mediante el ejercicio de toda su actividad".

Así, en la convivencia republicana de los Poderes Legislativo y Ejecutivo, a aquél incumbe una misión controladora de éste, en el más amplio y eficaz sentido de la expresión, que realiza por las múltiples vías que le suministra su ampliado catálogo de atribuciones. Aquí se localiza el genio y el ingenio del freno y contrapeso necesarios para que el desempeño del poder tenga cauce legal y legitimidad social. De esto se ocupa el Legislativo, que brinda, en su hora y en su foro, ese cauce normativo y esa legitimidad oriunda de la que el mismo Parlamento ostenta a partir de su representatividad.

No puedo comentar ahora, ni sabría hacerlo, todos y cada uno de los temas que entraña el control parlamentario. Uno de los que aborda la profesora Mora-Donatto, entre muchos, es el relativo al manejo económico que se expresa en el Presupuesto de Egresos. Éste trae consigo una suma interesante de cuestiones para el examen del jurista. La nueva circunstancia política de nuestro país, que a partir de las elecciones federales del año 2000 ha creado una integración plural del Parlamento, sin predominio de ninguna fuerza partidista, repone al Presupuesto en el centro de la escena, ya no para los efectos rituales que generalmente produjo -cuando la aprobación era casi un trámite, una rutina-, ni para los fines escenográficos que llegó a tener en años recientes -cuando se estuvo al borde de la crisis entre Ejecutivo y Legislativo, al negarse éste a aprobar el proyecto de aquél-, sino para propósitos de fijación de rumbo, que es en definitiva lo que más interesa.

En efecto, si el Presupuesto es el instrumento de una política económica, cuya formulación y conducción han restado en las manos del Presidente, que aún retiene la potestad de elaborar el Plan Nacional de Desarrollo, el Legislativo puede -y debe, no en balde es el representante calificado de todas las corrientes políticas- intervenir en la definición del rumbo social y económico a través del control que ejerce sobre el ingreso y el gasto, sin perjuicio del que le compete por medio de toda la legislación económica. Empero, el ingreso y el gasto producen efectos más directos, rápidos y verificables sobre esta materia. Uno y otro inciden a fondo en las políticas de desarrollo, y de hecho las alientan o desalientan, definen y modulan mucho más que cualquier previsión retórica o discurso político. Otro tanto se puede decir, como consecuencia, de la revisión del gasto, que se ha querido llevar siempre al terreno de las responsabilidades penales, políticas o administrativas, tan vistosas, cuando sería necesario concentrarlo -sin mengua de aquello- en la verificación del camino tomado y del progreso conseguido.

La autora resume en una frase, casi vocacional, su convicción en torno al actual quehacer parlamentario, que domina también el camino del porvenir. Si los parlamentos del siglo -escribe- "fueron los grandes legisladores, los contemporáneos son -o están llamados a ser- más que nada controladores". Convengo en esta apreciación general, con algunas precisiones y una adición que me parecen pertinentes. Aquel control tiene una pretensión asociada, que lo justifica más aún y le infunde espíritu y dirección: por ese medio, el Parlamento interviene en la conducción política, e incluso aspira a compartir con el Ejecutivo -acentuando, conteniendo o modificando- la fijación del rumbo y el destino.

Por otro lado, los integrantes del Poder Legislativo -no de cualquier Parlamento, si los del nuestro y algunos otros- tienen además un cometido muy destacado y por ahora necesario, que les ha querido negar, de tiempo atrás, un sector de la doctrina, pero les atribuye obstinadamente una realidad apremiante: la gestión de los intereses de sus representados y de sus electores, que no son, necesariamente, las mismas personas. Aquí hay otro sector de impulso o resistencia, como convenga, en el catálogo de obligaciones naturales, explícitamente reguladas o no, de los parlamentarios.

Entre los controles más fácilmente apreciables por el pueblo -y por ende más atractivos para las fuerzas políticas presentes en el Parlamento- figuran las comparecencias, el examen de nombramientos de funcionarios del Ejecutivo por parte del Congreso y el sistema punitivo que se despliega sobre servidores públicos de alto rango. Sobra decir que este conjunto de procedimientos, con las medidas que aquí resultan, ponen a prueba la madurez en el trato entre poderes y la integridad misma del sistema democrático.

Por otra parte, este género de controles, dirigidos a o contra funcionarios relevantes lleva también -o sobre todo- una fuerte carga de supervisión y reproche hacia el propio titular del Poder Ejecutivo -en un sistema presidencial, por supuesto-, que se verá mellado por la andanada de cuestionamientos, si son mal resueltos, o de imputaciones y puniciones, si culmina en éstas el quehacer controlador del Congreso.

Por otra parte, es obvio que no se pretende otorgar a nadie salvoconducto para que haga a su antojo en los asuntos de la república. De todo ello proviene la exigencia de un esmerado equilibrio que satisfaga los propósitos anhelados e impida que, al entrar en conflicto, se pierdan las buenas intenciones en malos resultados.

Es en este punto, por cierto, donde se acredita con especial acento el sentido que la doctora Mora-Donatto atribuye al control parlamentario -siguiendo el parecer de un estimable sector de la doctrina- como un "control de tipo político que se ejerce a través de todas las actividades parlamentarias, con especial interés de las minorías, y cuyo objeto es la fiscalización de la acción general del gobierno, lleve o no aparejada una sanción inmediata". Ni qué decir de la hipótesis en que ese control culmina precisamente en una medida sancionatoria, como lo son, directamente, la declaratoria de procedencia (para fines penales) y la remoción e inhabilitación del funcionario (por obra del juicio político), e indirectamente, la reprobación del nombramiento que el Ejecutivo somete al Parlamento.

Otra vertiente del sistema de "resistencia" de las minorías, con sus propias formas eficaces, es el que se presenta a través de la acción de inconstitucionalidad que aquéllas pueden esgrimir contra las normas de alcance general adoptadas por el voto de las mayorías. Desde luego, se trata de impugnar las decisiones de sus colegas parlamentarios, no las actividades del Ejecutivo, pero en esa impugnación existe otra forma de resistir a la mayoría y al gobierno. Aun cuando este ejercicio posee, en apariencia, un carácter estrictamente jurídico (así, por su tema: la inconsecuencia de la norma secundaria con la primaria; y por el órgano que resuelve: la Suprema Corte de Justicia), lo cierto es que, como ha señalado el propio Rubio Llorente, en el fondo de la cuestión, y a veces en la apariencia misma, con flagrancia, el asunto hunde sus raíces y propone sus efectos en la lucha entre los partidos políticos y reviste, por ende, naturaleza política, aunque también la tenga jurídica, o así se le presente.

Es verdad que en los casos a los que me referí en primer término, la mayoría absoluta podría superar la resistencia de las minorías, pero también lo es que el mero cuestionamiento ejerce un poderoso impacto sobre el Ejecutivo, por un lado, y que en las actuales condiciones del Congreso mexicano un entendimiento entre grupos parlamentarios puede lograr los efectos jurídico-políticos que se proponen los promotores de la medida, por el otro.

Las comparecencias de funcionarios ante el Congreso, sea que ocurran en el Pleno de las cámaras, sea que acontezcan ante comisiones, son tema de las últimas décadas, que arrecia en años recientes. Esta es la oportunidad de debate "casi directo" entre el Ejecutivo y el Legislativo en nuestro régimen presidencial, que todavía se rehusa a admitir la presencia de aquél cuando los partidos expresan sus puntos de vista en el Parlamento, acerca de la marcha de la Administración y sobre las políticas públicas (salvo algunos estados de la Unión, en los que la concurrencia del gobernador ya es norma y práctica); y más todavía la respuesta del Ejecutivo, obligado a contestación inmediata y directa (salvo en el régimen del Distrito Federal, por lo que toca al jefe de Gobierno). Habrá que caminar todavía un buen trecho para que estas comparecencias -que sirven lo mismo al control que al espectáculo, uno y otro impregnados de interés partidario- alcancen sus mejores objetivos.

Los procedimientos parlamentarios que desembocan en sanciones o son condición para que éstas se produzcan, son el espacio de mayor tensión entre los poderes, que una democracia madura reservaría para casos extremos, y una de signo diferente querría prodigar de manera profusa, a pesar de los riesgos y las injusticias con que siembra su camino. La autora analiza el juicio político, la declaratoria de procedencia y una figura nueva en nuestro Derecho, que todavía no se ha puesto en práctica: la remoción del jefe de Gobierno del Distrito Federal.

Del juicio político, e igualmente de algunos otros procedimientos parlamentarios, dice este libro que aún no se ha ejercido con frecuencia y que "ello provoca todavía algunas dudas sobre su correcta aplicación". En efecto, muy pocos han sido los procedimientos de este carácter que han superado los obstáculos legales y parlamentarios que se oponen a su culminación sancionatoria en la Cámara de Diputados (declaratoria de procedencia) o en el Senado (remoción e inhabilitación por condena en el juicio político), aunque hayan sido muchos, hasta demasiados, los que se han puesto en marcha a partir de denuncias propuestas en el Congreso.

Es probable, para decirlo con cautela, que no pocas de esas denuncias hayan sido apenas la frivolidad o el exabrupto que provienen de cotiendas electorales o de caprichos insatisfechos, o más ampliamente, de luchas políticas que se pretende resolver con el antejuicio penal o el impeachment, aunque en rigor no existan los fundamentos legales para ello. Otro tanto se suele ver en denuncias y querellas de carácter ordinario llevadas al conocimiento del Ministerio Público, que corresponden más al objetivo del escándalo que al propósito de la justicia.

Es así que se desacreditan esos procedimientos parlamentarios o se enturbia la contienda política. Una reflexión más puntual en esta etapa de nuestra experiencia democrática conduciría, tal vez, a un empleo mayormente cuidadoso del arsenal punitivo que posee el control parlamentario. La disputa política debiera recurrir con gran prudencia al estrado jurisdiccional, lo mismo cuando la jurisdicción se halla en manos de los tribunales que cuando se traslada, por verdadera excepción constitucional, a las manos del Parlamento, según ocurre en el caso del juicio político, una figura materialmente jurisdiccional en sede formalmente legislativa.

Desde luego, nada de esto implica objeción de fondo al impeachment, cuya naturaleza y sustento fueron bien establecidos por los comentaristas originales de la Constitución norteamericana en El Federalista. Empero, tampoco se podría dejar sin reflexión el argumento que en ocasiones se ha elevado ante o contra estos procedimientos, y que se articula en un par de preguntas: ¿responden adecuadamente a la regla de oro del debido proceso -porque son, en sustancia, expresiones del proceso, con o sin ulterior enjuiciamiento sobre el caso-, que asegura al inculpado la preciosa garantía de que establezca sus derechos, y con la misma razón sus deberes y las sanciones que se le imponen, un tribunal independiente, competente e imparcial?, ¿es imparcial (ya no digamos competente, que es cosa de la ley, e independiente, que lo puede ser por el principio de división de poderes, a no ser que esta forma carezca, en la especie, de contenido sustantivo: así, cuando hay dependencia material del Legislativo, o de cierto número de sus integrantes, con respecto al Ejecutivo) un órgano juzgador integrado mayoritariamente por adversarios políticos, que además lo son de manera oficial y manifiesta, de quien está siendo juzgado?

Bajo estas preguntas se advertirá la importancia enorme, y la dificultad no menos grande, de que quienes enjuician al funcionario lo hagan con objetividad y conciencia libre, como "hombres buenos puestos para hacer justicia", calidad que las Partidas asignaban a los jueces y que puede extenderse sencillamente a quienes, por uno u otro motivo, con una u otra adscripción, juzgan a sus semejantes. Que éstos sean parlamentarios naturalmente comprometidos con una organización y un proyecto políticos, no los exime -precisamente en estos casos- de actuar con exclusiva subordinación al Derecho y sin parcialidad política, porque están administrando justicia en el sentido radical y verdadero de la palabra. De otra suerte, los casos estarían prejuzgados, es decir, resueltos por un pre-juicio, y el procedimiento sólo serviría al propósito de dar apariencia de proceso a lo que es mero trámite de una sentencia anteriormente adoptada.

En el nombramiento de funcionarios a través de un acto jurídico complejo, que asocia la voluntad del Ejecutivo a la del Legislativo y vincula la suerte de aquélla a la determinación de ésta, se localiza otra expresión importante del sistema de controles. Esta, que posee relevancia cuando se trata de servidores de la Administración Pública, vinculados claramente al desempeño político del Presidente, ofrece características especiales cuando viene al caso la designación de los responsables de órganos autónomos, que comienzan a figurar en el marco del Estado mexicano, o de los depositarios del Poder Judicial.

En este último caso aparecen problemas destacados, que todavía no hallan solución satisfactoria, a propósito de la inevitable "negociación política" que se actualiza en la elección de juzgadores de la mayor jerarquía (sobre todo si se toma en cuenta la nueva misión de la Suprema Corte como tribunal constitucional que está facultado para influir -de manera semejante a la que cumple el más alto tribunal de los Estados Unidos de América- en la marcha general de la sociedad y el Estado por medio de la "creativa y dinámica lectura" de la Constitución). Eso mismo, en esencia, ocurre a propósito del nombramiento del procurador general de la República bajo un sistema, el vigente en México a partir de 1995, que en otra oportunidad he cuestionado.

La doctora Cecilia Mora-Donatto ha puesto especial interés en el estudio de las comisiones de investigación, que es materia de uno de los artículos que aparecen en la obra a la que corresponde este prólogo, y que ha sido tema de su tesis doctoral en España y de su primer libro en México, que antes mencioné. Estas comisiones tienen importante desarrollo en otros países, del que la autora da noticia a través de valiosas consideraciones de Derecho comparado, que abarcan principalmente las experiencias de Gran Bretaña, Estados Unidos, Italia, Francia y España.

La autora caracteriza a estas comisiones como "órganos del Parlamento de carácter temporal, instados e integrados, preferentemente, por los distintos grupos minoritarios (de oposición), con facultades excepcionales que pueden vincular a terceros ajenos a la actividad parlamentaria, por medio de los cuales el Parlamento ejerce el control del gobierno, respecto de aquellos asuntos de interés público, cuyos resultados, a través de la publicidad, tienden, por un lado, a poner en funcionamiento los procedimientos de responsabilidad política difusa y, por otro, al fortalecimiento del Estado democrático".

De nueva cuenta se acentúan los rasgos distintivos que la autora asigna, razonadamente, al régimen íntegro de control parlamentario sobre el Ejecutivo, ahora cifrados en estas comisiones y atentos a la composición y al destino que les son -o les pueden o deben ser- inherentes: orgánicamente, su estrecha vinculación con las minorías; competencialmente, sus facultades requirentes e inquirentes -por no decir inquisitivas, aunque regularmente en el buen sentido de la expresión-; y funcional y teleológicamente, su condición promotora o tutelar de la democracia, objetivo que debiera permear, verdaderamente, el ejercicio entero de las comisiones. Y democracia implica, vale decirlo nuevamente, compromiso estricto con el Estado de Derecho, no sólo con las periódicas exigencias de la imagen propia -o las demandas destructoras de la ajena-, que pudieran orientar o aprovechar las también periódicas explosiones del sufragio.

Las comisiones investigadoras, cuya más amplia incorporación al Derecho mexicano sugiere la autora, no son, ciertamente órganos jurisdiccionales que puedan tomar decisiones propias afectando el ámbito de los derechos personales de terceros o el de gestión de las dependencias y entidades públicas. Tampoco son, rigurosamente, órganos acusadores -con mayores o menores facultades para o cuasijurisdiccionales, a la manera del Ministerio Público-, pero se hallan en la vecindad de éstos, más aún cuando se les asignan poderes semejantes a los que posee un juez de instrucción, que es uno de los sistemas que la autora analiza.

El examen atento de la naturaleza jurídica de las comisiones, establecida con ortodoxia, no debe descarrilar la conciencia sobre el objetivo último que puede animarlas y las consecuencias reales que puede tener su desempeño. De ahí que les sean aplicables, en la medida que se quiera, pero nunca una medida deleznable, las reflexiones que pudieran formularse sobre cualesquiera organismos con otro emplazamiento en el ámbito del Estado, pero con encomiendas o resultados semejantes. Esas reflexiones tienen un solo puerto de arribo: el Estado de Derecho, con todo lo que esto significa en cuanto a fronteras, estilos y designios; y, por supuesto, también la democracia, con sus vastas implicaciones.

Entre nosotros, las comisiones parlamentarias o congresionales de investigación han aparecido y funcionado muy limitadamente, a partir del concepto constitucional que las confina a la indagación en tomo a los organismos descentralizados y las empresas de participación estatal mayoritaria. Se hallan acotadas, pues, apenas a un sector de la Administración Pública, que a cambio de haber sido expansivo en el pasado -a veces con exceso y perjuicio para el Estado y sus funciones-, hoy se reduce de prisa y pudiera llegar en el futuro cercano, si persiste la obsesión que ahora campea, a quedar por debajo de su nivel natural en una sociedad gravemente desigualitaria, donde abunda el desvalimiento que constituye la razón de ser, una razón ética, del Estado social. En todo caso, lo que conviene observar aquí es que las dependencias de la Administración central, esto es, el "corazón" mismo del Ejecutivo contemporáneo, están sustraídas a la tarea de estas comisiones, cuyo desempeño, hasta el presente, no ha sido particularmente exitoso o eficaz, como lo muestra la doctora Mora-Donatto a través del examen crítico de varios casos interesantes.

Habrá que meditar con serenidad sobre el alcance que pudieran tener las comisiones investigadoras en el futuro, cuando se hallen facultadas -una posibilidad y Hasta una probabilidad a la vista- para ir tan lejos como pueden hacerlo sus equivalentes extranjeras. No es ociosa esa meditación, que permita salvaguardar, de una vez, los valores que se quiere asegurar en una sociedad democrática. Para este efecto será preciso construir con cuidado los espacios que cubrirá cada órgano del Estado, evitando invasiones o superposiciones preocupantes, cuando no demoledoras del orden jurídico y adversas, en verdad -aunque el discurso ligero propale otra cosa-, a la seguridad y la justicia que aquél procura, y al sistema democrático que deseamos arraigar, consolidar y engrandecer. No faltan voces que pretendan la creación de comisiones -ciertamente no las parlamentarias- que suplanten el quehacer judicial y el propio desempeño legislativo a favor de una revisión de la historia que ahonde distancias que es preciso reducir y anime enconos que es necesario apagar.

La parte final de este libro se reserva para un tema atrayente, fuera de nuestra América. En él, la doctora Mora-Donatto examina una de las instituciones más interesantes de esa novedad sugerente que es la Unión Europea. Novedad, digo, ya de muchos años, forjada al cabo de los infinitos esfuerzos que algunos estadistas pusieron en marcha al cabo de la catástrofe bélica y para evitar, al menos en aquel continente devastado, nuevas conflagraciones. Concluida la Segunda Guerra, franceses y alemanes hicieron a un lado su antagonismo inveterado y hallaron la forma de unir sus fuerzas, en vez de enfrentarlas. La costumbre de la guerra se ha vuelto costumbre del trabajo en unidad conveniente para todos, que ha tenido más aciertos y progresos que errores o tropiezos.

En ese marco de coincidencias y encuentros, la Comunidad Económica del Carbón y del Acero dio paso a otras y más desarrolladas estructuras. Tal ha sido el caso de la Unión articulada, hoy día, por el Tratado de Maastricht, con su aparato de organismos. A éstos, los de la Unión, hay que agregar otros instalados en la misma Europa, fruto de una renovada tradición de paz y respeto a los más altos valores de la existencia, como la Corte Europea de Derechos Humanos, que a partir del Protocolo 11 de su Convención fundadora -la Convención de Roma- ha asumido también las funciones que antes correspondieron a la Comisión Europea y ha dado entrada a las instancias directas de los particulares.

La autora concentra su interés en el Parlamento Europeo, del que dice, siguiendo a algunos analistas del tema, que "es más una esperanza que una realidad", pero que actualmente encarna, reconoce, "el principio democrático en la estructura institucional de la Unión Europea", a partir de un hecho: la elección de sus miembros por sufragio universal y directo. No hay duda de que este organismo dista mucho de poseer las competencias que caracterizan a un Parlamento en la acepción completa del término, pero tampoco la hay de que Europa no es una sola república, ya perfectamente articulada, unidad política y soberana con los datos que regularmente han producido, sustentado y aprovechado la institución del Parlamento que legisla y del que proviene, inclusive, el gobierno de aquélla.

En la presente etapa, el Parlamento Europeo es el fruto de este momento en la unidad europea, pero además constituye el agente de una futura unión más estrecha. Prenda de ello es un hecho que analiza la autora: los grupos parlamentarios no se organizan conforme a la nacionalidad de sus integrantes, sino por la ideología o la afinidad política, que evidentemente trasciende las fronteras nacionales y tiende a atenuarlas en la mayor medida posible; en otros términos, se "preferencia la formación de grupos europeos sobre la constitución de grupos nacionales". Esta forma de armar el conjunto se refleja luego en algunos órganos, como la Conferencia de Presidentes, que reúne a quienes encabezan los grupos parlamentarios.

En el germen de la Unión, que fue la Comunidad del Carbón y del Acero convenida en el tratado de 1951, hubo sólo seis países, cuyos campos y ciudades humeaban todavía como consecuencia de la guerra, y que hoy disfrutan de un altísimo nivel económico. Creció el número de asociados, hasta ser primero doce, y ahora quince, gobernados por el Tratado de Maastricht, y después, también, por el de Amsterdam. Pero la Europa de hoy no es, evidentemente, ni la de 1938 ni la de 1951, y ni siquiera la de 1992, cuando se erigió la Unión. A las puertas de ésta llaman otros Estados, sobre todo los que provienen de la Europa central y oriental. Estas puertas permanecen cerradas por ahora, en cautelosa reserva.

Para nuestro futuro es aleccionador el presente de Europa. Sin embargo, conviene recordar que la Unión es el concierto entre iguales -o más o menos iguales: países entre cuyos habitantes no hay abismos insalvables-, mientras que en América la desigualdad es manifiesta y no existe el ánimo en el norte -que lo hubo, cuando fue necesario, entre los más poderosos del grupo de los 15 europeos- de mover inversiones cuantiosas para lograr una igualación razonable, que hiciera de la sociedad un conjunto también razonablemente homogéneo. Aquí la relación debe reconocer las modalidades que le imprimen los precipicios, y actuar con ingenio y valentía para no marcar inexorablemente el destino de los pueblos: unos, como señores, y otros, como vasallos, en perpetua dependencia. ¿Estamos a tiempo todavía?

La dedicación de Cecilia Mora-Donatto al fenómeno del Parlamento, traduce una inclinación que comienza a ser común entre los estudiosos mexicanos del Derecho constitucional, o más ampliamente, del Derecho público y de la política: la proclividad al sistema parlamentario y el alejamiento del presidencial que aún está vigente. Este ha sido, hasta hoy, el prevaleciente en los Estados americanos y, por supuesto, en México, donde el presidencialismo constituyó santo y seña de los siglos XIX y XX aunque fueran muy diferentes sus aplicaciones en diversos tiempos de nuestra historia: bajo el mismo rótulo, pero con fortísimo contraste, se acomodan la presidencia picaresca de Santa Anna y la severa presidencia de Juárez.

En la circunstancia de estos años, precisamente, hace falta una nueva mirada objetiva y analítica sobre el presidencialismo mexicano, sin prisa ni prejuicio, que contribuya a establecer conclusiones bien fundadas y a descifrar el claroscuro que han dejado las versiones de sus partidarios y sus detractores. En todo caso, el horizonte cercano parece teñido con destellos parlamentarios, a los que no pocos atribuyen virtudes redentoras, sin haberlo practicado nunca, y otros califican de intruso, advenedizo, sin abrir la puerta a la reforma de su presidencialismo a ultranza.

Es preciso ponderar con el mayor cuidado qué es lo que debiera perdurar del presidencialismo vernáculo y qué es lo que debiera acogerse del parlamentarismo foráneo, no para que uno y otro coincida en una utopía, sino para que ambos aporten lo que puedan a la armonía de una nueva experiencia política que en verdad sirva para aquello que debe producir, según la sabida fórmula clásica, un buen gobierno: la felicidad del pueblo. No pueblo imaginario, sino preciso y concreto, con seres presentes e inminentes, de carne y hueso: pueblo mexicano en el alba del siglo XXI.

A esta ponderación contribuye la creciente producción bibliográfica de nuestros tratadistas más jóvenes y talentosos. Entre ellos ocupa un lugar distinguido, con reconocidos méritos profesionales, la inteligente autora de esa obra. Mi intención en estas líneas ha sido dar a su trabajo, una vez más, la respetuosa bienvenida que le corresponde. Se suma a otros estudios valiosos del mismo origen y augura los que seguramente vendrán en una labor de investigación seria, bien orientada y rigurosa, que ya ha rendido excelentes frutos. Este libro es uno de ellos.

SERGIO GARCÍA RAMÍREZ

[San José, Costa Rica, febrero del 2001]