Gaceta Parlamentaria, año VI, número 1337, miércoles 24 de
septiembre de 2003
QUE ADICIONA UNA FRACCION XXI AL ARTICULO 27 DE LA CONSTITUCION POLITICA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS, PARA PROMOVER ACCIONES DE PROTECCION CIVIL EN EL CAMPO, PRESENTADA POR EL DIPUTADO LUIS ANTONIO RAMIREZ PINEDA, DEL GRUPO PARLAMENTARIO DEL PRI, EN LA SESION DEL MARTES 23 DE SEPTIEMBRE DE 2003 Versión para Imprimir
Luis Antonio Ramírez Pineda, diputado federal, en ejercicio del derecho de iniciativa que le otorga la fracción II del artículo 71 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, pone a la elevada consideración de esta honorable asamblea la presente iniciativa, para adicionar al artículo 27 constitucional una fracción XXI, destinada a promover acciones de protección civil en el campo.
Exposición de Motivos
La crisis que hoy vive el campo mexicano no es producto sólo de ausencia de políticas, de programas cortos de visión o de los severos rezagos que lo ponen en inferioridad de condiciones frente a competidores externos tecnológicamente mejor dotados, financieramente mejor provistos y subsidiados por sus gobiernos.
Los campesinos mexicanos también son víctimas inermes de recurrentes desastres naturales. México es una nación donde cierto tipo de fenómenos naturales, como las sequías prolongadas, las severas inundaciones, los sismos de magnitud variable o las erupciones volcánicas, ocurren con frecuencia.
Hoy mismo, las tormentas tropicales o los huracanes vienen dejando una secuela de desbordamientos e inundaciones que afectan prácticamente todo el país, destruyendo cosechas, viviendas e instalaciones, que afectan a miles de productores, en especial a los más pobres y desvalidos, ante la impreparación o las débiles acciones gubernamentales para evitar o resarcir los cuantiosos daños causados por esos flagelos.
Son hoy Jalisco, Guanajuato, Querétaro y Morelia. Empero, la amenaza pende permanentemente sobre todo el país. A pesar de ello, no existe en el México una verdadera política de protección y una cultura de la prevención de desastres ambientales.
Nuestro país es sumamente propenso a esos desastres por estar situado en el llamado Cinturón de Fuego del planeta, una zona donde ocurre 80 por ciento de la actividad sísmica y volcánica a escala mundial. Se encuentra también dentro de cuatro de las seis regiones generadoras de ciclones en el mundo. Además, es muy probable que ahora mismo estemos presenciando un incremento de esa vulnerabilidad, dados los estudios que advierten sobre el riesgo de mayor incidencia de fenómenos naturales extremos.
De acuerdo con esos estudios, en la última década la incidencia de los desastres en el mundo se ha incrementado 300 por ciento en relación con la década de sesenta del siglo pasado. En consecuencia, el costo de los daños ha crecido en 900 por ciento respecto del mismo periodo. Solamente en América Latina, los daños de 1990 a 2000 equivalieron a 23,755 millones de dólares.
El norte de México se encuentra bajo la influencia de las franjas de alta presión que generan grandes regiones áridas. La aridez no es por tanto un evento accidental en el norte y el centro de México, sino que representa un factor de riesgo continuo y en crecimiento.
De acuerdo con la Semarnat, 76 por ciento del territorio nacional corresponde a zonas áridas y semiáridas, y 25 por ciento de los 15.7 millones de hectáreas que se siembran anualmente en esas regiones se considera de muy alta siniestralidad.
A esa realidad hay que agregar la incorporación de 250 mil hectáreas anuales al proceso sistemático de desertización, provocado generalmente por el hombre, en nuestro país. Según la misma fuente, en 1999, 387 municipios recurrieron al Fonden debido a ese fenómeno.
En las zonas áridas, afectadas por una desertización creciente, las lluvias no son eventos regularmente distribuidos en el tiempo sino que ocurren como procesos discretos y extraordinarios, como golpes ocasionales y esporádicos de disponibilidad de agua en el ambiente.
La falla en la llegada de esos golpes ocasionales de lluvia a los ecosistemas áridos produce tiempos largos sin humedad disponible; es decir, prolongados periodos de sequía, que se localizan principalmente en los estados de Chihuahua, Coahuila, Durango, Nuevo León, Baja California, Sonora, Sinaloa, Zacatecas, San Luis Potosí, Aguascalientes, Guanajuato, Querétaro, Hidalgo, Tlaxcala, México y Oaxaca.
Sabemos bien que el tejido social, los sistemas humanos, a diferencia de los ecosistemas, no tienen capacidad de adaptación a la sequía. En algunos casos, el consumo de agua se incrementa significativamente durante los periodos de sequía, exacerbando aún más la carencia de agua.
Investigaciones recientes señalan que los ciclos de lluvia y de sequía se encuentran vinculados con fenómenos atmosféricos y oceánicos globales y, especialmente, con el calentamiento y el enfriamiento cíclicos de la costa del Pacífico, vinculados con los fenómenos de El Niño (ciclo de calentamiento) y La Niña (ciclo de enfriamiento).
Existen fuertes evidencias de que la frecuencia de los fenómenos cíclicos oceánicos y atmosféricos puede incrementarse con el calentamiento global del planeta, lo cual vincularía de manera preocupante las sequías en el norte de México con las emisiones de gases de invernadero a escala planetaria, generados en su mayor parte por los países desarrollados y las regiones sobrepobladas, grandes consumidores de energéticos.
Un breve recuento de los grandes desastres ocurridos en los últimos años permite tomar conciencia de la alta siniestralidad a que está expuesto nuestro país, especialmente las zonas agrícolas, en las que vive la cuarta parte de la población nacional; menciono: las sequías en el norte del país en 1980, el sismo que sacudió la Ciudad de México en 1985, el huracán Gilberto en 1998, el huracán Paulina en 1999, las inundaciones en Veracruz en 1999, los efectos del huracán Keith en 2000...
El Centro Nacional de Prevención de Desastres ha reportado la pérdida de 10,000 vidas humanas y daños directos a los acervos de capital y al patrimonio de las personas, empresas e instituciones, que ascienden a 14,000 millones de dólares, causados por los desastres naturales en el periodo 1980-2000.
Esas cifras no incluyen los enormes daños causados el año pasado por los huracanes Isidore y Kenna en la península de Yucatán y en los estados de Nayarit y Baja California, que cobraron vidas humanas y dejaron cientos de miles de damnificados y pérdidas por casi 300 millones de dólares. Tampoco incluyen los daños del terremoto que golpeó Colima en enero último.
Son ciertamente fenómenos y cambios climáticos que tienen múltiples causas, pero hay claros indicios de que responden en gran medida a la acción depredadora y contaminante del hombre. Muchos de esos fenómenos son sin duda producto del saqueo impune e incontenible de nuestros bosques, de la producción industrial irresponsable, del desgaste de los recursos naturales y del inadecuado manejo de los suelos.
Sin embargo, cual sea el origen de esos cambios, importan la lección y el mandato que traen implícitos.
El estudio de Fontecilla y Moreno realizado en 1998 señala la estrecha relación existente entre los desastres naturales, la pobreza y el mal uso del ambiente, así como con la sobreexplotación de los recursos naturales en superficies de alta fragilidad ecológica, la subutilización de recursos potenciales, la laxitud de las medidas de control ambiental -con saldos negativos para los grupos sociales más vulnerables-, el incremento de la infraestructura urbana en las zonas de alto riesgo y el deterioro de la salud ambiental.
La lección que surge de esas amargas experiencias es la necesidad de prepararnos mejor para enfrentar esos fenómenos, una lección que nos hace comprender hasta qué punto, sobre todo en las zonas más pobres, la vida y la economía precarias hacen necesarios y urgentes programas, recursos y políticas de planeación para atender apropiadamente la emergencia y resarcir de manera digna los estragos económicos que sufre la población más necesitada.
Porque, ciertamente, en la mayoría de los casos la constante ha sido la limitación de los recursos institucionales, materiales y financieros, pero también la débil organización y la falta de capacitación de los recursos humanos para atender de manera debida la complejidad de los problemas que acarrean en todas las áreas físicas y humanas esos fenómenos.
Es cierto que ya contamos con instituciones y programas de protección civil, que cada día son más eficaces y que prácticamente se extienden ya a todas las entidades de la República. Sin embargo, los alcances de esas acciones son en su mayoría urbanos y, como hemos visto, la población campesina es la que está sufriendo, inerme, las consecuencias de esa tragedia, por su pobreza, su falta de preparación y su lejanía con las instituciones públicas.
Porque en el campo los fenómenos naturales se vienen dando con mayor frecuencia e intensidad, y prevalecen la incomunicación, el aislamiento y la extrema pobreza -de la población y de las instituciones-. Estamos obligados a mayor presencia del propio esfuerzo de los afectados para prevenir, encarar y sobreponerse a las grandes catástrofes, del orden que sean, al menos hasta que los mecanismos de ayuda puedan acceder y actuar en esas regiones.
La responsabilidad que surge de esa realidad es la de concienciarnos mejor para enfrentar esos fenómenos. A ello responde la iniciativa de ley que pongo a consideración de esta soberanía, destinada a crear obligatoriamente en los núcleos de población ejidales y comunales comisiones de protección civil que permitan incorporar de manera organizada a la población campesina en el sistema nacional de prevención y atención de desastres.
Con la iniciativa se derivará que en la ley reglamentaria se impulsen obligatoriamente, con la cooperación campesina, la elaboración y la actualización de los atlas de riesgo que falta elaborar en muchas entidades federativas y la creación de fondos a escalas federal, estatal y municipal, con un porcentaje considerable destinado a los ejidos y las comunidades que respalden las acciones de la comisión y enriquezcan las aportaciones del Fonden y del Fondo de Apoyo a Productores Afectados por Contingencias Climatológicas (Fapracc).
De igual manera, deberá extenderse entre los campesinos la información científica necesaria para la apropiada comprensión de los fenómenos naturales, para el desarrollo de una cultura de prevención que permita a las organizaciones sociales el manejo, el control y la superación de situaciones de emergencia y de desastre en el campo.
Desde esa perspectiva, la trascendencia social de la iniciativa radica en su intención de involucrar en responsabilidades de autoprotección civil a los grupos de poblaciones ejidales y comunales.
Pienso que es necesario, con base en las milenarias tradiciones solidarias de los campesinos, impulsar una conciencia y una cultura modernas de protección civil que articulen el campo con los esfuerzos nacionales, con un claro principio de solidaridad nacional y con miras a hacer crecer la presencia popular organizada desde las bases en el sistema nacional de toma de decisiones para la protección ciudadana.
La ley reglamentaria habrá de recoger el espíritu de la iniciativa en el sentido de transformar el Fapracc en un instrumento capaz de reponer la capacidad productiva de las tierras y la pérdida de los activos, mediante dos vertientes de acción: la cobertura de al menos las tres cuartas partes del valor de la producción y la entrega de un financiamiento de largo plazo sin intereses para la recuperación de activos, que permitan a los campesinos y productores rurales regresar a la actividad económica en el siguiente ciclo productivo.
Los beneficiarios de esas acciones y apoyos serán quienes resulten afectados, y el nivel del apoyo brindado equivaldrá a la medida del daño. Lo anterior, sin desmedro de la asistencia prevista en el resto de los programas constituidos y operando en los tres órdenes del Poder Ejecutivo.
El campo mexicano cuenta con un consistente, vigoroso y arraigado sistema organizativo y con fuerte tradición solidaria y cooperativa. La estructura básica de la organización campesina, fundada en la ley, es la ejidal-comunitaria. Empero, el hincapié organizativo está puesto en los componentes productivos, sociales y políticos de la vida campesina.
No existe nada específico sobre prevención y atención de desastres naturales. Por el contrario, ante esas calamidades, hay arraigada subcultura de resignación, de resistencia pasiva y de esperar todo del gobierno o de alguna ayuda sobrenatural.
Por eso propongo la obligación de constituir, en cada ejido o comunidad, una comisión de protección civil, como parte obligatoria, permanente y estructural de su organización colectiva y, al mismo tiempo, como la base popular del sistema nacional de protección civil para la prevención y atención de desastres, vinculada estrechamente a los ayuntamientos y a las estructuras estatales.
Se encarga a esas comisiones aportar la información necesaria para la elaboración y actualización periódica del correspondiente atlas de riesgo, en coordinación con las autoridades municipales y las estatales respectivas, y constituirse como base del entramado social responsable de aterrizar los recursos y vigilar su correcta y honesta aplicación.
Se les señala la responsabilidad de organizar e impulsar, en sus correspondientes núcleos de población, las acciones preventivas necesarias, así como los ejercicios preparatorios que les permitan dar, en su oportunidad, respuesta eficiente a situaciones de emergencia.
Se les faculta para asumir, en caso de desastre, para los fines exclusivos de éste, y en acuerdo con las autoridades locales correspondientes, la plena representación, responsabilidades y coordinación de sus respectivos núcleos poblacionales.
Se dispone asimismo, con cargo a los presupuestos anuales de los tres órdenes de gobierno, la asignación de los recursos necesarios para la organización y el funcionamiento de las mencionadas comisiones ejidales y comunitarias de protección civil.
Así, además de sentar las bases para reforzar en el campo, con la participación popular, con una partida específica en los presupuestos estatales y los municipales, el sistema nacional de protección civil para la prevención y atención de desastres, se busca crear entre los campesinos canales de comunicación; estimular conductas preventivas y mejorar la capacidad de actuación colectiva y oportuna ante calamidades de cualquier origen, a fin de evitarlas o enfrentarlas con el menor daño posible, en coadyuvancia con las acciones y los recursos del Estado y de los demás sectores sociales.
Con esos propósitos, en atención a las consideraciones precedentes, me permito presentar a esta honorable asamblea el siguiente proyecto de
Decreto
Que adiciona el artículo 27 constitucional
Artículo Unico. Se adiciona al artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos una fracción XXI, para quedar como sigue:
Artículo 27
I. a XX. ...
XXI. Se declara de interés público la protección civil para los ejidos y comunidades. En cada núcleo rural se establecerá una comisión de protección civil, cuyos objetivos son prevenir, atenuar y atender riesgos y daños a las vidas y a los bienes de sus integrantes causados por desastres de cualquier orden; y promover programas para la reconstrucción de las áreas agropecuarias, silvícolas y agroindustriales devastadas. Para esos efectos, se coordinarán las autoridades municipales, las estatales y las federales.
El Estado proveerá los recursos necesarios mediante partidas específicas, que deberán incluirse en los presupuestos anuales de egresos.
La ley reglamentaria formulará los mecanismos para el funcionamiento de la comisión de protección civil.
Salón de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados, a los 23 días del mes de septiembre de 2003.
Dip. Luis Antonio Ramírez Pineda (rúbrica)
(Turnada a la Comisión de Puntos Constitucionales. En tanto se designa la Comisión, consérvese en la Dirección General de Proceso Legislativo. Septiembre 23 de 2003.)