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4.2 Diagnóstico


Entre 1930 y 1994 el Producto Interno Bruto (PIB) se multiplicó más de veinte veces, en tanto que el producto per cápita se cuadruplicó. En este mismo periodo, la población económicamente activa aumentó de 5.1 a 34 millones de personas. Acompañó al crecimiento de la población un avance notorio en el acceso a los servicios educativos y de salud, dotación de agua potable y electricidad.

En 1930 las escuelas albergaban un millón y medio de niños y jóvenes, mientras hoy el sistema educativo atiende a más de 26 millones. El nivel de escolaridad de la población adulta ha alcanzado los siete años y en seis décadas se abatió el índice de analfabetismo del 70 al 10 por ciento aproximadamente.

En el renglón de salud, la esperanza de vida al nacer aumentó de 45 años, en la década de los cuarenta, a alrededor de 72 años en 1994. Las tasas de mortalidad infantil y materna han descendido cerca de 50 por ciento en los últimos 25 y 15 años respectivamente, y la cobertura de vacunación alcanzó en 1994 casi 95 por ciento de la población que pretendía alcanzar. En lo que toca a la creación de infraestructura social, entre 1970 y 1994 la disponibilidad de agua potable pasó de 61 a 84 por ciento; en drenaje de 42 a 77 por ciento, y en electricidad de 59 a 91 por ciento del total de las viviendas.

Después de haber disminuido sensiblemente durante los años ochenta, el gasto social ha recuperado su dinamismo, hasta representar actualmente alrededor del 10 por ciento del PIB. Estos resultados reflejan la determinación de los mexicanos para elevar su calidad de vida; sin embargo, pese a los avances, persisten la desigualdad y la pobreza.

En lo que corresponde al empleo, la situación es compleja. Una gran cantidad de trabajadores laboran con índices de productividad extremadamente bajos, sobre todo en el sector rural, sin un empleo estable, sin protección contra riesgos laborales, sin acceso a mecanismos formales para pensiones de retiro. La tasa de desempleo abierto no ha podido ser disminuida.

Dicha situación obliga a amplias franjas de la población a emigrar a otras regiones y al extranjero para tener un mínimo de ingreso, generando, en muchos casos, graves consecuencias para la vida familiar y pérdida de potencial productivo para el país y las zonas de origen.

En materia de educación, aunque se ha ampliado significativamente la infraestructura para que todos los niños en edad escolar cursen la escuela primaria, el país sigue teniendo un nivel relativamente bajo de escolaridad y de aprovechamiento. Más de seis millones de mexicanos de quince años en adelante son analfabetos. La población con los índices más altos de rezago educativo se encuentra en áreas y situaciones que dificultan su acceso al servicio, su permanencia a lo largo del ciclo escolar y su conclusión. Hay más de dos millones de niños de seis a catorce años que no asisten a la escuela. La eficiencia terminal nacional en primaria es de 62 por ciento.

El nivel de escolaridad promedio de siete años de la población económicamente activa, ha significado un esfuerzo encomiable. Sin embargo, constituye una base precaria para impulsar aumentos sostenidos de la productividad e ingresos reales de la población; más aún ante la acelerada innovación tecnológica y la creciente competencia internacional.

En relación con la salud, a pesar de que la esperanza de vida se ha incrementado, el acceso regular a los servicios no es todavía una realidad para diez millones de mexicanos, quienes se encuentran al margen de los requerimientos básicos de salubridad e higiene. Además, prevalecen importantes desigualdades regionales en los principales indicadores de salud. Las dificultades en el acceso y la calidad de estos servicios se suman a los problemas de desnutrición y malnutrición. El mayor desafío en este renglón es que toda la población tenga acceso a los servicios de salud, y elevar la calidad de éstos. En nuestro país, trastornos propios de la pobreza, como las infecciones gastrointestinales, la desnutrición y las muertes maternas y perinatales, que afectan especialmente a los grupos de menores ingresos, coexisten con problemas relacionados con el envejecimiento de la población, el crecimiento económico y los cambios en los estilos de vida, que se traducen en una mayor incidencia relativa de enfermedades crónico-degenerativas, padecimientos mentales, adicciones y lesiones.

Después de cincuenta años de haberse instaurado la seguridad social, los derechohabientes sólo representan 56 por ciento de la población total; amplios grupos de la población que podrían cubrir su costo no encuentran cabida en ella porque el diseño original del sistema se orientó, casi exclusivamente, a la población asalariada. Existe la necesidad de establecer esquemas de financiamiento para atender una creciente población de pensionados y jubilados que aumenta a una tasa mayor que la población económicamente activa, e incluso que los nacimientos: en 1994 creció 6.4 por ciento, y se espera que crezca 7.5 por ciento en 1995.

En el área de vivienda el déficit nacional es de 4.6 millones de viviendas, entre necesidades de construcción y mejoramiento. Lo anterior, sumado a los cambios que experimentará la pirámide poblacional, provocará una mayor demanda por espacios habitacionales y servicios conexos.

A estas carencias debemos agregar que los beneficios del crecimiento logrado en las últimas décadas se han distribuido desigualmente. Baste señalar que en 1992, el veinte por ciento de la población de más altos ingresos concentraba 54 por ciento del ingreso nacional, mientras que el veinte por ciento más pobre recibía sólo cuatro por ciento.

La desigualdad se reproduce también en el nivel regional. En el sur de la república, 22 por ciento de los niños menores de cinco años presentan problemas de desnutrición, mientras en el Distrito Federal lo sufren seis por ciento. En las entidades federativas más pobres la esperanza de vida al nacer es siete años menor que en las entidades más prósperas. En materia educativa también persisten graves desequilibrios.

El problema social de atención más urgente es la pobreza extrema. Cerca de catorce millones de mexicanos no pueden satisfacer sus necesidades más elementales. El sector rural concentra tres cuartas partes de la población con pobreza más aguda. Los pobladores rurales del semidesierto y de las zonas de baja productividad padecen los efectos de la exclusión social. En las colonias populares también se reproduce la marginación. En ellas reside gran parte de quienes emigran del campo, lo que aumenta las presiones sobre los servicios públicos y la vivienda.

La pobreza y la marginación afectan de modo particularmente grave a la población indígena: en 1990, 41 por ciento de la población indígena de más de catorce años era analfabeta y 37 por ciento no tenía ninguna instrucción escolar; de los que trabajaban, 83 por ciento recibía menos de dos salarios mínimos. En su gran mayoría, los indígenas residen en comunidades apartadas de los beneficios sociales y los servicios públicos básicos.

Otros grupos de mexicanos con desventaja social son los jóvenes afectados por la falta de oportunidades de educación y empleo; los niños con mayores carencias; los ancianos, los discapacitados y las mujeres del campo y la ciudad dedicadas a actividades de escasa rentabilidad económica. Por lo que se refiere a éstas últimas, a pesar de los esfuerzos para cumplir con la disposición constitucional de otorgar a la mujer igualdad respecto al hombre en todos los ámbitos de la vida social y económica, continúan presentándose grandes obstáculos para su integración plena al desarrollo.


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