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E L   S I G L 0   X I X

CON un esfuerzo de deportiva agilidad brinquemos tres siglos y detengámonos en 1800. ¿Qué ha pasado entretanto con los libros? Se han publicado muchos; la imprenta se ha hecho más barata. Ya no se siente que hay pocos libros; son tantos los que hay, que se siente la necesidad de catalogarlos. Esto en cuanto a su materialidad. En cuanto a su contenido, la necesidad sentida por la sociedad ha variado también. Buena parte de las esperanzas que en el libro se tuvieron parecen cumplidas. En el mundo hay ya lo que antes no había: las ciencias de la naturaleza y del pasado, los conocimientos técnicos. Ahora se siente la necesidad no de buscar libros -esto ha dejado de ser verdadero problema-, sino la de fomentar la lectura, la de buscar lectores. Y en efecto, en esta etapa las bibliotecas se multiplican y con ellas el bibliotecario. Es ya una profesión que ocupa a muchos hombres, pero aún es una profesión social espontánea. Todavía el Estado no la ha hecho oficial.

Este paso decisivo en la evolución de vuestra carrera comienza a darse unos decenios más tarde, en torno a 1850. Vuestra profesión en cuanto oficio estatal no es, pues, nada vieja, y este detalle de la edad en que se halla vuestra profesión es de enorme importancia, porque la historia y todo lo histórico, es decir, lo humano, es tiempo viviente y el tiempo viviente es siempre edad, merced a lo cual todo lo humano está siempre en su niñez o en su juventud o en su madurez o en su vejez.

Me atemoriza un poco haberos al paso mostrado esta perspectiva como por una claraboya de mi discurso, porque temo que me preguntéis, con vehemente curiosidad, en qué edad creo yo que está vuestra profesión, si ser bibliotecario es ser algo históricamente joven o maduro o caduco. ¡Veremos, veremos si al cabo puedo insinuaros algo sobre el particular!

Pero volvamos antes al punto de la evolución en que estábamos, al momento en que, aproximadamente hace cien años, la profesión de bibliotecario quedó oficialmente constituida. La peripecia más importante -pensaréis, seguro, conmigo- que a una profesión puede acontecer es pasar de ocupación espontáneamente fomentada por la sociedad a convertirse en burocracia del Estado. ¿A qué se debe o -cuando menos- de qué es síntoma siempre modificación tan importante? El Estado es, también, la sociedad, pero no toda ella, sino un modo o porción de ella. La sociedad, en cuanto no es Estado, procede por usos, costumbres, opinión pública, lenguaje, mercado libre, etcétera, etc.; en suma, por vigencias imprecisas y difusas. En el Estado, en cambio, el carácter de vigencia efectiva propia a todo lo social adquiere su última potencia y parece como si se hiciese algo sólido, perfectamente claro y preciso. El Estado procede por leyes que son enunciados terriblemente taxativos, de rigor casi matemático. Por eso indicaba yo antes que el orden estatal es la forma extrema de lo colectivo, como el superlativo de lo social. Si aplicamos esto a nuestro presente problema, tendremos que una profesión no pasará a hacerse oficial, estatal, sino en el momento en que la necesidad colectiva por ella servida se hace sobre manera aguda, en que no es sentida ya como simple necesidad mecánica, sino como necesidad ineludible, literalmente como urgencia. El estado no admite en su órbita propia ocupaciones superfluas. La necesidad siente en cada momento que tiene que hacer cosas, pero el Estado cuida de no intervenir sino en aquellas que, por lo visto, tienen, sin remedio, que ser hechas. Hubo un tiempo en que se creía imprescindible para la existencia de la sociedad consultar los auspicios y demás señales misteriosas que los dioses enviaban a los pueblos. Por esta razón la ceremonia de la inauguración se hizo institución y faena oficial y los augures y arúspices eran una burocracia importantísima.

Pues bien, la Revolución francesa había dejado, tras su melodramática turbulencia, transformada la sociedad europea. A su antigua anatomía aristocrática sucedió una anatomía sedicente democrática. Esta sociedad fue la consecuencia última de aquellas fe en el libro que sintió el Renacimiento. La sociedad democrática es hija del libro, es el triunfo del libro escrito por el hombre escritor sobre el libro revelado por Dios y sobre el libro de las leyes dictadas por la autocracia. La rebelión de los pueblos se había hecho en nombre de todo eso que se llama razón, cultura, etc. Estas vagas entidades vinieron a ocupar en el corazón de los hombres el mismo puesto central que antes había ocupado Dios, otra entidad no menos vaga. Hay una extraña propensión en los hombres a alimentarse, sobre todo, de vaguedades.

Ello es que, hacia 1840, el libro no es ya necesidad meramente en el sentido de ilusión, de esperanza, sino que, cesante Dios, volatizada la autoridad tradicional y carismática, no queda más instancia última en que fundar todo lo social que el libro. Hay, pues, que agarrarse a él como a una roca de salvación. El libro se hace socialmente imprescindible. Por eso es la época en que surge el fenómeno de las ediciones copiosísimas. Las masas se abalanzan sobre los volúmenes con una urgencia casi respiratoria, como si fuesen balones de oxígeno.

La consecuencia de esto es que por vez primera en la historia occidental se hace de la cultura una ragione di Stato. El Estado oficializa las ciencias y las letras. Reconoce el libro como función pública y esencial organismo político. En virtud de ello la profesión de bibliotecario se convierte en burocracia -por una razón de Estado.(1)

Hemos llegado, pues, en el proceso de la historia, en el proceso de la vida humana europea a la fase en que el libro se ha hecho una necesidad imprescindible. Sin ciencias, sin técnicas no pueden materialmente existir estas sociedades tan densas de población y con tan alto nivel de vida. Mucho menos pueden vivir moralmente sin un gran repertorio de ideas. La única vaga posibilidad de que la democracia llegase a ser efectiva consistía en que las masas dejasen de serlo a fuerza de enormes dosis de cultura, se entiende efectiva, brotando con evidencia en cada hombre, no meramente recibida, oída, leída. El siglo XIX ve esto desde sus comienzos con plena claridad. Es un error creer que este siglo ensayase la democracia sin hacerse cargo, a priori, de su improbabilidad. Vio perfectamente lo que había que hacer -releed a Saint-Simon, a Augusto Comte, a Tocqueville, a Macaulay, intentó hacerlo; pero forzoso es reconocer que con flojera primero, con frivolidad después.

Mas dejemos esto y vamos a lo que ahora nos ofrece mayor interés. Llegamos al punto final -y anuncio que es final para reconfortar vuestro cansancio de oyentes-, al punto final que nos exige el más alerta esfuerzo de atención, porque el tema del libro y del bibliotecario, hasta aquí tan manso, casi idílico, va a transmutarse de pronto en un drama. Pues bien, ese drama va a constituir, a mi juicio, la más auténtica misión del bibliotecario. Hasta ahora habíamos topado sólo lo que esta misión ha sido, las figuras de su pretérito. Más ahora va a surgir ante nosotros el perfil de una nueva tarea incomparablemente más alta, más grave, más esencial. Cabría decir que hasta ahora vuestra profesión ha vivido sólo las horas de juego y preludio -Tanz und Vorspiel. Ahora viene lo serio, porque el drama empieza.

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