¿ Q u é
e s u n L i b r o ?
SE habla
mucho -y yo estoy ahora hablando un poco- sobre la misión del bibliotecario,
sobre lo que éste hace o debe hacer con los libros.(1) Pero
es curioso que al hablar de esto no se suele hablar nada sobre el libro
mismo -sobre esa entidad cuyo manejo constituye la profesión del bibliotecario.
Se da por supuesto que los que escuchan saben lo que es el libro y además
de saberlo lo tienen presente en la ocasión. ¿No es esto utópico? Más
aún: ¿tiene derecho el que escucha -en este caso vosotros a suponer
que el que habla lo sabe y lo tiene presente? ¿No corremos el riesgo
de que él mismo al pensar lo que nos habla lo dé por supuesto, por tanto,
que no haya pensado jamás en ello de puro creer que ya desde siempre
lo sabe, que es "cosa sabida" ?
En muchos
órdenes intelectuales pasa esto de continuo: que en el "dar por
supuesto y por sabido" lo esencial, lo sustantivo, procedemos al
infinito. Es ello una de las mayores enfermedades del pensamiento, sobre
todo del contemporáneo.
Pues todo
lo pensado u oído acerca -por ejemplo- del libro en que no actúe con
pleno vigor la hiperestésica conciencia de lo que es el libro -esa tremenda
realidad humana que es el libro- carecerá de auténtico sentido, será
cosa muerta, frases cuyo sujeto no entendemos y, por lo tanto, puro
despropósito.
No pretendo
que sea preciso siempre que se habla acerca del libro emplear una larga
disertación sobre lo que éste es. Me es indiferente si hacen falta muchas
o pocas palabras: reclamo sólo las bastantes -y al buen entendedor con
media le basta.
Por este
motivo -no porque lo ignoréis, sino porque en un Congreso como éste
conviene partir de una conciencia agudísima en que conste lo que es
el libro y la dignidad de vuestra reunión exige una como oficial seguridad
de que consta- es por lo que me creo obligado a recordaros lo que sabéis
mejor que yo: qué es un libro.
Hace veintitrés
siglos que en el Fedro se esforzó Platón por dejarlo esclarecido; abre
allí y tramita todo el proceso del libro. ¡Releed ese maravilloso diálogo
donde se define el ala, se define el ángel, se define el alma, se define
el libro!. Si integramos con algunos complementos el texto platónico,
obtendremos lo siguiente:
Los libros
son "decires escritos" -l óg
ou g e
g r a
ª ½
Le n o
u , 2 7
5 , c.- y decir, claro está,
no es sino una de las cosas que el hombre hace. Ahora bien, todo lo
que se hace, se hace para algo y por algo; estos dos ingredientes definen
el hacer y gracias a ellos existe en el universo pareja realidad. Enorme
error es confundirla con lo que suele llamarse actividad: el átomo que
vibra, la piedra que cae, la célula que prolifica actúan pero no "hacen".
El pensar mismo y el mismo querer, en cuanto estrictas funciones psíquicas,
son actividades, pero no son "hacer". Cuando movilizamos para
algo y por algo nuestra actividad de pensar o la actividad de nuestros
músculos entonces propiamente "hacemos" algo.
Decimos-
"¿Dónde están las llaves?" "¡Llevad la izquierda!"
"¡Amor mío!". En todos estos casos la finalidad de nuestro
decir, su justificación se halla fuera de él, más allá de él. Decimos
eso precisamente para que ciertas cosas acontezcan, para poder abrir
un armario, para que se circule en una sola dirección, para que la mujer
amada sepa de nuestro sentimiento o que éste goce de sí mismo en su
exteriorización.
Mas cuando
el geómetra enuncia un teorema de geometría que acaba de descubrir,
no se propone con su decir nada allende de él; al contrario, lo que
se propone es dejarlo dicho y nada más. El decir aquí tiene la finalidad,
la justificación en sí mismo. Lo propio acontece con el soneto a la
rosa. El poeta hace el soneto, que es un decir, precisamente por hacerlo,
para que el soneto exista, para que su poético decir sea.
En esta
segunda clase de decires aparece, pues, el decir sustantivado y rico
de un valor que le es inmanente. ¿Por qué esta diferencia tan radical
con los casos antedichos? Sin duda porque el geómetra cree haber dicho
sobre el triángulo, no lo que a él le conviene para este o el otro fin,
sino lo que hay que decir sobre él, como al poeta le parece haber dicho
sobre la rosa lo que sobre ella debe ser dicho. En aquellos casos se
usaba del decir como de un medio puesto al servicio de utilidades forasteras,
mientras que aquí el decir es fin del propio decir, se satisface y justifica
con su simple ejecución. Pero esto nos mueve, al mismo tiempo, a sospechar
que el hacer vital, la función viviente que es decir culmina en aquel
de sus modos consistente en decir lo que hay que decir sobre algo y
que todos los demás son utilizaciones secundarias y subalternas de ella.
Sólo este
decir reclama esencialmente su conservación y, por tanto, que quede
escrito. No tiene sentido conservar nuestra frase cotidiana: "¿Dónde
están las llaves?", que una urgencia transitoria motivó. Un poco
más de sentido tiene fijar en un cartel público el imperativo municipal
"Llevad la izquierda" y, en general, escribir las leyes para
que consten a todos y produzcan sus sociales consecuencias. Pero esto
no significa que lo dicho en la ley merezca por sí mismo y, simplemente
en cuanto dicho, ser conservado.
El libro
es, pues, el decir ejemplar que, por lo mismo, lleva en sí esencialmente
el requerimiento de ser escrito, fijado, ya que al quedar escrito, fijado,
es como si virtualmente una voz anónima lo estuviese diciendo siempre,
al modo que los "molinos de oraciones" en el Tibet, encargan
al viento de rezar perpetuamente. Este es el primer momento del libro
como auténtica función viviente: que está, en potencia, diciendo siempre
lo que hay que decir- t á
d e o
n t
a e ír
h xót o
, 234, e.
Hay, por
tanto, abuso sustancial de la forma de vida humana que es el libro siempre
que alguien se pone a escribir uno sin tener previamente algo que decir
de entre lo que hay que decir y que no haya sido escrito antes. Mientras
el libro fue afán individual se conservó su auténtico sentido con relativa
pureza. Mas apenas se convirtió en interés social y con ello resultó
un negocio crematístico o de prestigio hacer libros, comenzó la fabricación
del libro falso, de unos objetos impresos que se benefician de su externo
parecido con el verdadero libro. La cosa no debe sorprendernos porque
obedece a una ley constitutiva de lo social. En comparación con la vida
personal, todo lo colectivo es, más o menos, inauténtico y fraudulento.
Sólo la ignorancia pavorosa en que hoy se está de qué sea propiamente
la "vida" colectiva, la sociedad, etc., impide la clara visión
de ello.
Mas con
lo indicado no basta para saber lo que es un libro. Obvio es sentir
alguna curiosidad sobre qué le pasa a un decir cuando se le fija, esto
es, se le deja escrito. Evidentemente se intenta con ello proporcionarle
algo que por sí no tenía: la permanencia. El decir, como todo lo viviente,
es fungible. Nacer es en él ya irse muriendo. El decir es tiempo y el
tiempo es el gran suicida. Merced a la memoria puede el hombre salvar
un poco a su decir, o al que ha escuchado, de la fulminante corrupción
ajena a todo lo temporal. Antes del libro manuscrito no había, en efecto,
otra forma en que pudiera conservarse y acumularse el saber pretérito
-del pasado propio o ajeno- que la memoria. El cultivo de ella para
este concreto fin llegó, por ejemplo, en la India a rendimientos casi
prodigiosos. Mas la memoria es intransferible, queda adscrita a la persona.
He aquí uno de los fundamentos más robustos para la autoridad de los
ancianos: eran los que sabían más porque tenían más larga memoria, eran
más "libros vivientes" que los jóvenes, libros, por decirlo
así, con más páginas. Mas la invención de la escritura, creando el libro,
desestancó el saber de la memoria y acabó con la autoridad de los viejos.
El libro,
al objetivar la memoria, materializándola, la hace, en principio, ilimitada
y pone los decires de los siglos a la disposición de todo el mundo.
Pero ¿es
esto de verdad así? ¿Tiene el alfabeto tan mágico poder que logre, sin
más, salvar lo viviente de su ingénito morir? ¿El decir que se escribe
queda por ello vivo?- z w
n t
a , 275, d.- O lo que es
igual, ¿sigue diciendo siempre lo que quiso decir?
Todo lo
que el hombre hace lo hace en vista de las circunstancias. Muy especialmente
cuando lo que hace es decir. Brota el decir siempre de una situación
y se refiere a ella. Mas, por lo mismo, él no dice esta situación: la
deja tácita, la supone. Lo cual significa que todo decir es incompleto,
es fragmento de sí mismo y tiene en la escena vital donde nace la mayor
porción de su propio sentido. Imagínense todos los supuestos tácitos
sin los cuales el más simple enunciado matemático resulta ininteligible.
Para entenderlo sería, por lo menos, necesario haber caído en la cuenta
de que el que nos habla pretende hacer una cosa llamada ciencia o teoría.
Ahora bien, la ciencia, la teoría no es sino una situación en que el
hombre se encontró ante las cosas desde una fecha determinada y sólo
en ciertos lugares del planeta. Esta situación dura, en lo esencial,
desde hace muchos siglos, seguimos en ella y por eso entendemos el enunciado
matemático. Pero ni ha sido siempre ni es seguro que perdure indefinidamente.
Esto nos
coloca de pronto ante una paradoja, como tal, impertinente, pero que
es ineludible, a saber: que el decir se compone, sobre todo, de silencios,
de cosas que por sabidas se callan o que son por completo inefables
y en las cuales, sin embargo, se apoya como en una tierra nutriz lo
que efectivamente declaramos. Nuestras palabras son, en rigor, inseparables
de la situación vital en que surgen. Sin ésta carecen de sentido preciso,
esto es, de evidencia.
Ahora bien;
la escritura, al fijar un decir, sólo puede conservar las palabras,
pero no las intuiciones vivientes que integran su sentido. La situación
vital donde brotaron se volatiliza inexorablemente: el tiempo, en su
incesante galope, se la lleva sobre el anca. El libro, pues, al conservar
sólo las palabras conserva sólo la ceniza del efectivo pensamiento.
Para que éste reviva y perviva no basta con el libro. Es preciso que
otro hombre reproduzca en su persona la situación vital a que aquel
pensamiento respondía. Sólo entonces puede afirmarse que las frases
del libro han sido entendidas y que el decir pretérito se ha salvado.
Platón expresa esto diciendo que sólo entonces los pensamientos del
libro son hijos legítimos- u íe
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o ío
uV , 278, a- porque sólo entonces quedan verdaderamente pensados y recobran
su nativa evidencia. e n
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V . Pero esto no podrá hacerlo
sino aquel que se encuentra siguiendo la misma pista que el autor, t
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276, d.- por tanto, que antes de leer el libro ha pensado por sí sobre
el tema y conoce sus veredas.
Cuando
no se hace esto, cuando se lee mucho y se piensa poco, el libro es un
instrumento terriblemente eficaz para la falsificación de la vida humana:
"confiando los hombres en lo escrito, creerán hacerse cargo de
las ideas, siendo así que las toman por de fuera gracias a señales externas,
y no desde dentro, por sí mismos... Atestados de presuntos conocimientos,
que no han adquirido de verdad, se creerán aptos para juzgar de todo,
cuando, en rigor no saben nada y, además, serán inaguantables, porque
en vez de ser sabios, como se suponen, serán sólo cargamentos de frases",
275 a. C. Así Platón hace veintitrés siglos.
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