L a N u e v
a M i s i ó n
HASTA mediados del siglo
XIX nuestras sociedades de Occidente sentían que el libro les era una
necesidad, pero esta necesidad tenia signo positivo.
Aclararé brevísimamente
lo que entiendo bajo esta expresión.
Como al principio os decía,
esa vida con que nos encontramos, que nos ha sido dada, no nos ha sido
dada hecha. Tenemos que hacérnosla nosotros. Esto quiere decir que la
vida consiste en una serie de dificultades que es preciso resolver;
unas, corporales, como alimentarse, otras, llamadas espirituales, como
no morirse de aburrimiento. A estas dificultades reacciona el hombre
inventando instrumentos corporales y espirituales que facilitan su lucha
con aquéllas. La suma de estas facilidades que el hombre se crea es
la cultura. Las ideas que sobre las cosas nos forjamos son el mejor
ejemplo de ese instrumental que interponemos entre nosotros y las dificultades
que nos rodean. Una idea clara sobre un problema es como un aparato
maravilloso que convierte su angustiosa dificultad en holgada y ágil
facilidad. Pero la idea es fugaz; un instante alumbra en nosotros el
claror, como mágico, de su evidencia, mas a poco se extingue. Es preciso
que la memoria se esfuerce en conservarla. Pero la memoria no es capaz
siquiera de conservar todas nuestras propias ideas e importa mucho que
podamos conservar las de otros hombres. Importa tanto, que es ello lo
que más caracteriza nuestra humana condición. El tigre de hoy tiene
que ser tigre como si no hubiera habido antes ningún tigre; no aprovecha
las experiencias milenarias que han hecho sus semejantes en el fondo
sonoro de las selvas. Todo tigre es un primer tigre; tiene que empezar
desde el principio su profesión de tigre. Pero el hombre de hoy no empieza
a ser hombre, sino que hereda ya las formas de existencia, las ideas,
las experiencias vitales de sus antecesores, y parte, pues, del nivel
que representa el pretérito humano acumulado bajo sus plantas. Ante
un problema cualquiera el hombre no se encuentra sólo con su personal
reacción, con lo que buenamente a él se le ocurre, sino con todas o
muchas de las reacciones, ideas, invenciones que los antepasados tuvieron.
Por eso su vida está hecha con la acumulación de otras vidas; por eso
su vida es sustancialmente progreso; no discutamos ahora si progreso
hacia lo mejor, hacia lo peor o hacia nada.
De aquí que fuera tan importante
añadir al instrumento que es la idea, un instrumento que facilitase
la dificultad de conservar todas las ideas. Este instrumento es el libro.
Inevitablemente, cuanto más se acumule del pasado mayor es el progreso.
Y así, ha acaecido que apenas se resuelve con la imprenta el problema
técnico de que haya libros, comienza a acelerarse el tempo de la historia,
la velocidad del progreso, llegando en nuestros días a un ritmo que
nos parece a nosotros mismos vertiginoso, no digamos lo que parecería
a hombres de épocas más tardígradas. Porque, señores, no se trata sólo
de que nuestras máquinas produzcan a velocidades pasmosas, de que nuestros
vehículos desplacen nuestros cuerpos con celeridad casi mitológica;
se trata de que la realidad total que es nuestra vida, el volumen íntegro
de la historia ha aumentado prodigiosamente la frecuencia de sus cambios,
por tanto, su movimiento absoluto, su progreso. Y todo ello debido principalmente
a la facilidad que el libro representa.
He aquí por qué nuestras
sociedades sintieron el libro como una necesidad; era la necesidad de
una facilidad, de un utensilio benéfico. Pero imaginad que el instrumento
inventado por el hombre para facilitarse una dimensión de la vida se
convierta él, a su vez, en una nueva dificultad que se revuelva contra
el hombre, que se haga insumiso e indócil, que provoque efectos morbosos
antes imprevistos. No por eso dejará de ser necesario en el sentido
de facilitar aquel problema en vista del cual fue inventado; lo que
pasa es que, además, y precisamente porque es necesario para eso, viene
a añadir a nuestra vida una nueva e inesperada angustia. Antes era para
nosotros pura facilidad y, por tanto, era en nuestra vida un factor
que tenía tan sólo signo positivo. Ahora su relación con nosotros se
complica y se carga con un signo negativo.
Pues bien, señores, este
caso no es hipotético. Todo lo que el hombre inventa y crea para facilitarse
la vida, todo eso que llamamos civilización y cultura, llega un momento
en que se revuelve contra él. Precisamente porque es una creación queda
ahí, en el mundo, fuera del sujeto que lo creó, goza de existencia propia,
se convierte en cosa, en mundo frente al hombre, y lanzado a su particular
e inexorable destino se desentiende de la intención con que el hombre
lo creó para salir de un apuro ocasional. Es el inconveniente de ser
creador. Al Dios del cristianismo le aconteció ya esto: creó el ángel
de grandes alas místicas y el ángel se le rebeló. Creó al hombre sin
más alas que las de la fantasía, pero el hombre también se rebeló, se
revolvió contra El y empezó a ponerle dificultades. Maravillosamente
el cardenal Cusano decía que el hombre, por ser libre, crea, pero es
libre y crea inserto en el instante temporal, bajo la presión de la
circunstancia: de aquí que merezca el título de Deus occasionatus, "Dios
de ocasión". Por eso también se revuelven contra él sus creaciones.
Hoy vivimos una hora sobremanera
característica de esta trágica peripecia. La economía, la técnica, facilidades
que el hombre inventa, le han puesto hoy cerco y amenazan estrangularle.
Las ciencias, al engrosar fabulosamente y multiplicarse y especializarse,
rebasan las capacidades de adquisición que el hombre posee y le acongojan
y oprimen como plagas de la naturaleza. Está el hombre en peligro de
convertirse en esclavo de sus ciencias. El estudio no es ya el otium,
la scholé, que fue en Grecia -empieza ya a inundar la vida del hombre
y rebasar sus límites. La inversión característica de esa rebelión contra
su creador de las creaciones humanas es ya inminente: en vez de estudiar
para vivir va a tener que vivir para estudiar.
En una u otra forma ha
acontecido ya esto varias veces en la historia. El hombre se pierde
en su propia riqueza: su propia cultura, vegetando tropicalmente en
torno a él, acabó por ahogarle. Las llamadas crisis históricas no son,
a la postre, sino esto. El hombre no puede ser demasiado rico: si un
exceso de facultades, de posibilidades se ofrece a su elección, naufraga
en ellas y a fuerza de posibles pierde el sentido de lo necesario.(1)
Este ha sido perennemente el trágico destino de las aristocracias: todas,
al cabo, degeneran, porque el exceso de medios, de facilidades atrofia
su energía.
¿Es demasiado decir invitaros
a reflexionar si las sociedades de Occidente no empiezan a sentir el
libro como instrumento rebelado y como nueva dificultad?. En Alemania
se lee el libro del señor Jünger, donde encontramos frases aproximadamente
como ésta: "¡Es una pena que hayamos llegado a esta altura de nuestra
historia sin una porción suficiente de analfabetos!" Me diréis
que esto es una exageración. Pero no nos hagamos ilusiones: una exageración
es siempre la exageración de algo que no lo es.
En toda Europa existe la
impresión de que hay demasiados libros, al revés que en el Renacimiento.
¡El libro ha dejado de ser una ilusión y es sentido como una carga!
El mismo hombre de ciencia advierte que una de las grandes dificultades
de su trabajo está en orientarse en la bibliografía de su tema.
No olvidéis que siempre,
cuando un instrumento creado por el hombre se revuelve contra él, la
sociedad, a su vez, se revuelve contra aquella creación, duda de su
eficacia, siente antipatía hacia ella y le exige que cumpla su primitiva
misión de pura facilidad.
Hay aquí, pues, un drama:
el libro es imprescindible en estas alturas de la historia, pero el
libro está en peligro porque se ha vuelto un peligro para el hombre.
Puede decirse que una necesidad
humana deja de ser puramente positiva y empieza a cargarse de negatividad
en el momento en que empieza a parecer imprescindible.(1)
No es bueno, en efecto,
que algo sea rigurosamente imprescindible, aunque lo poseamos en abundancia,
aunque no nos plantee su uso y aprovechamiento ninguna nueva dificultad.
El simple carácter de imprescindible hace que nos sintamos esclavizados
por ello. En este sentido cabe decir que las necesidades sociales se
hacen propiamente asunto de Estado cuando son ya negativas Por eso es
tan triste todo lo estatal, tan penoso, sin que haya modo de extirparle
por completo un desapacible cariz de hospital, de cuartel, de cárcel.
Sin embargo, el pleno carácter
negativo brota cuando el instrumento creado como facilidad suscita espontáneamente
una dificultad imprevista y practica agresión contra el hombre. Esto
es lo que hoy empieza a acontecer con el libro y ha hecho que en toda
Europa desaparezca casi por completo la antigua alegría ante lo impreso.
Lo cual significa para
mí que vuestra profesión inicia su edad madura. Si la vida es quehacer,
quiere decirse que cada edad de ella se diferencia por el estilo predominante
en la actuación del hombre. La juventud no suele hacer lo que hace porque
haya que hacerlo, por considerarlo inexcusable. Al contrario: en cuanto
adivierte que algo es forzoso, ineludible, procurará evitarlo, y si
no lo logra cumplirá la tarea con tristeza y desgana. La falta de lógica
que ello implica pertene al tesoro magnífico de incongruencias en que,
por su fortuna, la mocedad consiste.
El joven sólo se embarca
en ilusión en aquellas ocupaciones que se le presentan con el aspecto
de revocables, es decir, que no son forzosas que podían perfectamente
ser sustituidas por otras ni más ni menos oportunas y recomendables.
Necesita pensar que en todo momento está en su mano dejar aquella faena
y brincar a otra, con lo cual evita sentirse prisionero de un solo quehacer.
En suma, el joven no se adscribe a lo que hace, o lo que es lo mismo,
aunque lo haga con todo esmero y heroísmo no lo hace casi nunca completamente
en serio, sino que en su secreto fondo rechaza sentirse irrevocablemente
comprometido y prefiere quedar en permanente disponibilidad para hacer
otra cosa distinta y aun opuesta. De este modo su concreta ocupación
se le aparece como un mero ejemplo de las innumerables otras cosas a
que podía en aquel instante dedicarse. Merced a este íntimo ardid consigue
virtualmente lo que ambiciona: hacer todas las cosas a un tiempo, ser
de un golpe todos los modos de ser hombre. Es inútil intentar negarlo;
el joven es por esencia poco leal consigo mismo y torea a su misión.
Su hacer conserva algo del juego infantil y es casi siempre mero ensayo,
prueba, échantillon sans valeur.
La edad madura se comporta
con un estilo opuesto. Siente la fruición de la realidad, y la realidad
en el hacer es precisamente lo que no es capricho, lo que no da igual
que sea hecho o no, sino que aparece inexcusable, urgente. En esta edad
llega la vida a la verdad de sí misma y descubre la esencial perogrullada
de que no se pueden vivir todas las vidas, sino que, al revés, consiste
cada una en desvivir todas las demás, quedándose sólo consigo. Esta
vívida conciencia de que no podamos ser, de que no podamos hacer en
cada momento más que una cosa, apura nuestras exigencias en la elección
de cuál sea ella. Nos repugna el narcisismo juvenil que hace una cosa
cualquiera precisamente porque es cualquiera y, sin embargo, cree vanidosamente
estar haciendo algo. A la madurez no le suele parecer digno de ser hecho
sino aquello que fuera ilusorio evitar porque es inexcusable. De aquí
su preferencia por los problemas que lo son superlativamente, por los
problemas que son ya conflictos, necesidades de signo negativo.
Si trasladamos este deslinde
entre las edades de la vida personal a la "vida" colectiva
y en ella a las profesiones, descubrimos cómo la vuestra llega al instante
de tener que habérselas con el libro bajo la especie de conflicto.
Pues bien, he aquí dónde
veo yo surgir la nueva misión del bibliotecario incomparablemente superior
a todas las anteriores. Hasta ahora se ha ocupado principalmente del
libro como cosa, como objeto material. Desde hoy tendrá que atender
al libro como función viviente: habrá de ejercer la policía sobre el
libro y hacerse domador del libro enfurecido.
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