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M i s i ó n   P r o f e s i o n a l

Es una pena que no sea ahora posible penetrar en este tema, uno de los más fértiles y graves: en el tema de las relaciones entre el hombre y su quehacer. Pues, ante todo, la vida no es sino quehacer. No nos hemos dado la vida, sino que ésta nos es dada; nos encontramos en ella sin saber cómo ni por qué; pero eso que nos es dado -la vida- resulta que tenemos que hacérnoslo nosotros mismos, cada cual la suya. O lo que viene a ser lo mismo: para vivir tenemos que estar siempre haciendo algo, so pena de sucumbir. Sí, la vida es quehacer. Sí la vida da mucho quehacer, y el mayor de todos, acertar a hacer lo que hay que hacer. Para ello miramos en nuestro derrededor o contorno social y hallamos que éste está constituido por una urdimbre de vidas típicas, quiero decir, de vidas que tienen cierta línea general común: hallamos en efecto, médicos, ingenieros, profesores, físicos, filósofos, labradores, industriales, comerciantes, militares, albañiles, zapateros, maestras, actrices, bailarinas, monjas, costureras, damas de sociedad. Por lo pronto no vemos la vida individual que es cada médico o cada actriz, sino sólo la arquitectura genérica y esquemática de esa vida. Unas de otras se diferencian por el predominio de una clase o tipo de haceres por ejemplo, el hacer del militar frente al hacer del científico. Pues bien, esas trayectorias esquemáticas de vida son las profesiones, carreras o carriles de existencia que hallamos ya establecidos, notorios, definidos, regulados en nuestra sociedad. Entre ellos elegimos cuál va a ser el nuestro, nuestro curriculum vitae.

Esto os ha pasado a vosotros. En ese momento de la adolescencia o la primera juventud en que, con una u otra claridad, el hombre toma sus más decisivas decisiones, encontrasteis que en vuestro contorno social ya estaba, antes que vosotros, perfilada la figura de vida y el modo de ser hombre que es ser bibliotecario. No habéis tenido vosotros que inventarlo; estaba ya ahí, donde "ahí" significa la sociedad a que pertenecíais.

Aquí nos es preciso caminar más despacio. He dicho que la figura de vida y el tipo de humano quehacer que es ser bibliotecario preexistía a cada uno de vosotros y os bastaba mirar en torno para hallarlo informando la existencia de muchos hombres y mujeres. Pero esto no ha acaecido siempre. Ha habido muchas épocas en que no había bibliotecarios, aunque había ya libros -no hablemos de aquellas mucho más largas en que no había bibliotecarios porque ni siquiera había libros. ¿Quiere esto decir que en esas épocas en que no había bibliotecarios, aunque había ya libros, no existiesen algunos hombres que se ocupaban con los libros en forma bastante parecida a lo que constituye hoy vuestro oficio? Sin duda, sin duda: había algún hombre que no se contentaba, como los demás, con leer los libros, sino que los coleccionaba y ordenaba y catalogaba y cuidaba. Mas si hubieseis nacido en aquel tiempo, por mucho que miraseis en vuestro derredor no hubieseis reconocido en el hacer de ese hombre lo que hoy llamamos un bibliotecario, sino que su conducta os habría parecido lo que, en efecto, era: una peculiaridad individual, un comportamiento personalísimo, una afición adscrita intransferiblemente a aquel hombre como el timbre de su voz y la melodía de sus gestos. La prueba de ello pasión es que al morir ese hombre su ocupación moría con él no proseguía en pie más allá de la vida individual que la ejercitó.

Lo que quiero insinuar con esto se ve claro si nos trasladamos al otro extremo de la evolución y nos preguntamos qué pasa hoy cuando el hombre que regenta una biblioteca pública se muere. Pues pasa que queda su hueco en pie, que su ocupación permanece intacta en forma de puesto oficial que el Estado o el Municipio o la Corporación sostiene con su voluntad y su poder colectivos, aunque transitoriamente nadie lo ocupe, hasta el punto de seguir adscribiendo una retribución a aquel puesto vacío. De donde resulta que ahora el ocuparse en coleccionar, ordenar y catalogar los libros no es un comportamiento meramente individual, sino que es un puesto, un topos lugar social, independiente de los individuos, sostenido, reclamado y decidido por la sociedad como tal y no meramente por la vocación ocasional de este o el otro hombre. Por eso ahora encontramos el cuidado de los libros constituidos impersonalmente como carrera o profesión y, por eso, al mirar en derrededor, lo vemos tan clara y sólidamente definido como un monumento público. Las carreras o profesiones son tipos de quehacer humano que, por lo visto, la sociedad necesita. Y uno de éstos es desde hace un par de siglos el bibliotecario. Toda colectividad de Occidente ha menester hoy de un cierto número de médicos, de magistrados, de militares… y de bibliotecarios. Y ello porque, según parece, esas sociedades tienen que curar a sus miembros, administrarles justicia, defenderles y hacerles leer.

He aquí que reaparece la misma expresión, antes usada por mí, pero que ahora va referida a la sociedad y no al hombre. La sociedad tiene que hacer también ciertas cosas. Tiene también su sistema de necesidades, de misiones.

Nos encontramos, pues -y ello es más importante de lo que acaso se imagina-, con una dualidad: la misión del hombre, lo que cada hombre tiene que hacer para ser lo que es, y la misión profesional, en nuestro caso la misión del bibliotecario, lo que el bibliotecario tiene que hacer para ser buen bibliotecario. Importa mucho que no confundamos la una con la otra.

Originariamente -ello no ofrece duda- eso que hoy construye una profesión u oficio fue inspiración genial y creadora de un hombre que sintió la radical necesidad de dedicar su vida a una ocupación hasta entonces desconocida, que inventó un nuevo quehacer. Era su misión, lo para él necesario. Ese hombre muere, y con él su misión; pero andando el tiempo, la colectividad, la sociedad, repara en que aquella ocupación o algo parecido es necesaria para que subsista o florezca el conglomerado de hombres en que ella -la sociedad- consiste. Así, por ejemplo, hubo en Roma un hombre de la gens Julia, llamado Cayo y apodado César, a quien le ocurrió hacer una serie de cosas que nadie hasta entonces había hecho, entre ellas: proclamar el derecho de Roma al mando exclusivo en el mundo y el derecho de un individuo al mando exclusivo en Roma. Esto le costó la vida. Pero una generación más tarde la sociedad romana sintió como tal sociedad la necesidad de que alguien volviese a hacer lo que Cayo Julio César había hecho; de este modo, el hueco que aquel hombre había dejado con su personalísimo perfil quedó objetivado, despersonalizado en una magistratura, y la palabra César, nombre de una misión individual, vino a designar una necesidad colectiva. Pero nótese la profunda transformación que un tipo de quehacer humano sufre cuando pasa de ser necesidad o misión personal a ser menester colectivo u oficio y profesión. En el primer caso, el hombre hace lo suyo y nada más que lo suyo, lo que él y sólo él tiene que hacer, libérrimamente y bajo su exclusiva responsabilidad. En cambio, ese hombre, al ejercer una profesión, se compromete a hacer lo que la sociedad necesita. Ha de renunciar, pués, a buena parte de su libertad y se ve obligado a desinvidualizarse, a no decidir sus acciones exclusivamente desde el punto de vista de su persona, sino desde el punto de vista colectivo, so pena de ser un mal profesional y sufrir las consecuencias graves con que la sociedad, que es crudelísima, castiga a los que la sirven mal.

Tal vez un paradigma aclare esto que insinúo. Si en la casa donde un hombre vive con otras muchas personas se produce un incendio, puede, desde su punto de vista personal, que acaso es de extrema desesperación, no intentar apagarlo y complacerse ante la idea de que pronto su cuerpo será ceniza. Más si por un azar sobrevive y consta que pudo apagar el fuego que tantas vidas ha costado, la sociedad le castigará porque no hizo lo que socialmente –es decir, por necesidad colectiva y no individual- había de hacer. Pues bien, las profesiones representen para el que las ejercita quehaceres de ese tipo; son, como el incendio, urgencias a que es ineludible acudir y que la situación social nos presenta, queramos o no. Por eso se llaman oficios, por eso especialmente todos los quehaceres del Estado -en el Estado aparece lo social en grado superlativo, subrayado, aristado, iba a decir exagerado-, todos los quehaceres del Estado se suelen calificar de oficiales.

Los lingüistas encuentran dificultades para fijar la etimología de esa palabra con que los latinos designaban el deber, y las encuentran porque, como muchas veces les pasa, no se representan bien la situación vital originaria a que el vocablo responde y en que fue creado. No ofrece dificultad semántica reconocer que officium viene de ob y facere, donde la preposición ob, como suele, significa salir al encuentro, prontamente, a algo, en este caso a un hacer. Officium es hacer sin titubeo, sin demora, lo que urge, la faena que se presenta como inexcusable.(1) Ahora bien, esto es lo que constituye la idea misma del deber. Cuando nos es presentado algo como deber, se nos indica que no nos queda margen para decidir nosotros si hay o no que hacerlo. Podremos cumplirlo o no, pero que hay que hacerlo es incuestionable, por eso es deber.

Todo esto nos declara que para determinar la misión del bibliotecario hay que partir no del hombre que la ejerce, de sus gustos, curiosidades o conveniencias, pero tampoco de un ideal abstracto que pretendiese definir de una vez para siempre lo que es una biblioteca, sino de la necesidad social que vuestra profesión sirve. Y esta necesidad, como todo lo que es propiamente humano, no consiste en una magnitud fija, sino que es por esencia variable, migratoria, evolutiva en suma, histórica.

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