M i s i ó n
d e l B i b l i o t e c a r i o
QUISIERA hoy prolongar
en mi conducta la tradición de una virtud que unánimemente reconocían
ya a los españoles los antiguos griegos y romanos: la hospitalidad.(1)
Ahora bien, en la presente circunstancia el mejor rito hospitalario
me parece consistir en que al llegar el extranjero a mi casa yo abandone
ésta y me haga un poco extranjero. En esta ocasión de dirigiros la palabra,
mi casa solariega es la lengua española, para muchos de vosotros poco
habitual. Y he pensado que si había de buscar contacto eficaz con vuestras
almas y no haceros perder por completo una hora de vuestras vidas, que
las tienen tan contadas, yo debía hacer un esfuerzo y exponerme a la
aventura de hablaros en una lengua que conozco muy poco, en la que tendré
que balbucir y tropezar muchas veces, que ni siquiera pronuncio bien,
pero en la que a la postre creo que me haré entender. Lo demás lo espero
de vuestra benevolencia, que no me delatará a la policía por las erosiones
que voy a producir en la sutil gramática francesa.
Y ante todo yo quisiera
advertiros que lo que vais a oír no coincide propiamente con el título
dado a mi discurso, título con el cual yo me he encontrado, como vosotros,
al leer el programa de este Congreso. Lo hago constar porque ese título
-"Misión del Bibliotecario"- es enorme y pavoroso y aceptarlo
sin más fuera una pretensión abrumadora. No puedo intentar enseñaros
nada sobre las técnicas complejísimas que integran vuestro trabajo,
las cuales vosotros conocéis tan bien y que son para mí hermético misterio.
Debo pues, recluirme en el más breve rincón del ámbito gigante que ese
título anuncia.
Ya la palabra "misión",
por sí sola, me asusta un poco si me veo obligado a emplearla con todo
el vigor de su significado. Por supuesto que lo mismo acontece con innumerables
palabras de las que hacemos un uso cotidiano. Si de pronto hiciesen
funcionar con plenitud lo que verdaderamente significan, si al pronunciarlas
u oírlas nuestra mente entendiese bien y de un golpe su sentido íntegro
nos sentiríamos atemorizados, por lo menos sobrecogidos ante el esencial
dramatismo que encierran. Por fortuna, nuestro ordinario lenguaje las
usa sumaria y mecánicamente, sin entenderlas apenas, con un sentido
despotenciado, adormecido, borroso; las manejamos por de fuera, resbalando
sobre ellas velozmente, sin sumergirnos en su interior abismo. En suma,
que al hablar hacemos saltar los vocablos como los domadores de circo
a los tigres y a los leones, después de haber rebajado su fiereza con
la morfina o el cloroformo.
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