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L a   H i s t o r i a   d e l   B i b l i o t e c a r i o  

E l   S i g l o   X V

TODOS vosotros conocéis mejor que yo el pasado de vuestra profesión. Si ahora lo oteáis, observaréis cuán claramente se manifiesta en él que el quehacer del bibliotecario ha variado siempre en rigurosa función de lo que el libro significaba como necesidad social.

Si fuera posible ahora reconstruir debidamente ese pasado descubriríamos con sorpresa que la historia del bibliotecario nos hacía ver al trasluz las más secretas intimidades de la evolución sufrida por el mundo occidental. Ello comprobaría que habíamos tomado nuestro asunto, en apariencia tan particular y excéntrico -la profesión del bibliotecario-, según es debido; a saber, en su efectiva y radical realidad. Cuando tomamos algo, sea lo que sea, aún lo más diminuto y subalterno, en su realidad nos pone en contacto con todas las demás realidades, nos sitúa como en el centro del mundo y nos descubre en todas las direcciones las perspectivas ilimitadas y patéticas del universo. Pero, repito, no podemos ahora ni siquiera iniciar esa historia profunda de vuestra profesión. Queda enunciada aquí la tarea como un desideratum que alguno de vosotros, mejor dotado que yo para intentarlo, debería realizar.

Porque esa funcionalidad, antes afirmada por mí, entre lo que ha hecho el bibliotecario en cada época y lo que el libro ha ido siendo como necesidad en las sociedades de Occidente, me parece incuestionable.

Para ahorrar tiempo, dejemos Grecia y Roma; lo que para ellas fue el libro es cosa muy extraña si ha de ser con precisión descrita. Hablemos solo de los pueblos nuevos que sobre las ruinas de Grecia y Roma inician una nueva vegetación. Pues bien, ¿cuándo vemos dibujarse por vez primera la figura humana del bibliotecario en la urdimbre del paisaje social -quiero decir-, cuándo un contemporáneo mirando en su contorno pudo hallar como fisonomía pública, ostensible y ostentada, la silueta del bibliotecario? Sin duda, en los comienzos del Renacimiento. Conste, ¡un poco antes de que el libro impreso existiese! Durante la Edad Media la ocupación con los libros es aún infrasocial, no aparece en el haz del público: está latente, secreta, como intestinal, confinada en el recinto secreto de los conventos. En las mismas Universidades no se destaca ese ejercicio. Se guardaban en ellas los libros necesarios para el tráfico de la enseñanza ni más ni menos que se guardarían los utensilios de limpieza. El guardián de libros no era algo especial. Sólo en los albores del Renacimiento empieza a delinearse sobre el área de lo público, a diferenciarse de los otros tipos genéricos de la vida el gálibo del bibliotecario. ¡Qué casualidad! Es precisamente la sazón en que también, por vez primera, el libro en el sentido más estricto -no el libro religioso ni el libro legal, sino el libro escrito por un escritor, por tanto, el libro que no pretende ser sino libro y no revelación y no Código- es precisamente la sazón en que también, por vez primera, el libro es sentido socialmente como necesidad. Este o el otro individuo la había sentido mucho antes, pero la había sentido como se siente un deseo o un dolor, a saber, cada cual por su propia cuenta y riesgo. Pero ahora el individuo hallaba que no era preciso que él sintiese originalmente esa necesidad, sino que encontraba ésta en el aire en el ambiente, como algo reconocido, no se sabía por quién justamente, porque parecían sentirla "los demás", ese vago "los demás" que es el misterioso substrato de todo lo social. La ilusión del libro, la esperanza en el libro no eran ya un contenido de esta o la otra vida individual, sino que poseían el carácter anónimo, impersonal, propio a toda vigencia colectiva. La historia, señores, es, ante todo, la historia de la emergencia, desarrollo y desaparición de las vigencias sociales. Son éstas: opiniones, normas, preferencias, negaciones, temores que todo individuo encuentra constituidas en su contorno social, con las cuales, quiera o no, tiene que contar, como tiene que contar con la naturaleza corporal. Es indiferente que la persona no esté conforme con ellas: su vigencia no depende de que tú o yo prestemos nuestra aprobación; al contrario, notamos mejor que es vigente cuando nuestra discrepancia se descalabra contra su granítica dureza.

En este sentido digo que hasta el Renacimiento no fue la necesidad del libro vigencia social. Y porque entonces lo fue vemos surgir inmediatamente el bibliotecario como profesión. Pero aún podemos precisar más. La necesidad del libro toma en esta época el cariz de fe en el libro. La revelación, lo dicho por Dios y por Él dictado al hombre mengua de eficacia y se comienza a esperarlo todo de lo que el hombre piensa con su sola razón, por tanto, de lo que el hombre escriba. ¡Extraña y radical aventura de la humanidad occidental! ¿Veis cómo sin más que rozar la historia de vuestra profesión caemos por escotillón en las entrañas recónditas de la evolución europea?

La necesidad social del libro consiste en esta época en la necesidad de que haya libros, porque hay pocos. A este módulo de la necesidad responde la figura de aquellos geniales bibliotecarios renacentistas, que son grandes cazadores de libros, astutos y tenaces. La catalogación no es aún urgente. La adquisición, la producción de libros, en cambio, cobra rasgos de heroísmo. Estamos en el siglo XV.

No parece debido a un puro azar que precisamente en esta época en que se siente tan vivamente la necesidad de que haya más libros, la imprenta nazca.

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